jueves, 10 de marzo de 2011

Sacralización, intelectualidad y violencia: Imago UPR


Sacralización, intelectualidad y violencia: Imago UPR
Los intelectuales acostumbrados a alimentarse de textos se refugian en desengañadas consideraciones respecto a la imposibilidad de cualquier interpretación segura (Girard, 8).
René Girard – El chivo expiatorio.
En otro tiempo hubiéramos tomado como percepción generalizada la idea de que la violencia tiene como vector una relación de superior-a-subordinado. Hoy, 7 de marzo, Ana Guadalupe, tiene que estar cuestionando muy seriamente si esa ecuación ha dejado libre algunas variables. Por otra parte, la percepción particular de cada quien añade otros matices. Aunque ya no sobre la dirección a seguir de la violencia, en tanto radio de acción, los matices que se añaden pueden incluso hacer de un acto de violencia la también generalizada percepción de un acto de justicia. De más está decir que la especificidad de nuestra condición y circunstancias imprimen en nosotros una igualmente particular capacidad de ver, transformar o enceguecer ante un suceso. Pero tomando en consideración que una misma acción -violenta en este caso- puede desembocar en la manifestación de cualquiera de las anteriores indistintamente, habría que plantear cuánto hay de voluntad en asumir una de estas posturas y cuán conscientes estamos de las mismas y su repercusión.
Cuando se habla de violencia, son muchos los autores que vienen a la mente. Esa palabra, con la que por igual hoy se enjuagan la boca tanto el gobernador como los defensores de los derechos humanos, en el campo de las ideas le debe su pedigrí a títulos que van desde La violencia y lo sagrado, de René Girard, hasta Sobre la violencia, de Slavoj Zizek. Ahora bien, ¿qué tiene de pertinente todo esto para un articulillo cuyo título inicia con un concepto como el de sacralización? Pues bien, para entender ese aspecto sacralizador de la intelectualidad que se avisa en el título, me gustaría -no tiene por qué gustarle a nadie más- exponer algunos puntos de consonancia entre la cita de Girard con que encabezan estas líneas y una de Genealogía del fanatismo de Émil Michel Cioran donde éste señala que: “La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia”.
De la cita de Girard cabe destacar de inmediato dos aspectos constitutivos de ese sujeto al que llama: “intelectual acostumbrado a alimentarse de textos”. El primero, es ese carácter o, más bien, tendencia a “refugiarse en desengañadas consideraciones respecto a la imposibilidad de cualquier interpretación segura”. El segundo, por consecuencia al primero, es el carácter o inclinación a lo que podemos llamar hipercriticismo. El mismo Girard comenta que, “En nuestra época, muchas personas inteligentes creen seguir haciendo progresar la perspicacia crítica exigiendo una desconfianza cada vez mayor” (Girard, 8). En ese sentido la anterior cita de Cioran no hace más que confirmar el argumento de Girard sobre la “imposibilidad de cualquier interpretación segura”.
Cioran, incluso, como parte de las “desengañadas consideraciones” calificará la historia como “falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, en envilecimiento del espíritu ante lo Improbable”. Más que conocido el calibre de Cioran como intelectual, no sólo irá contra los falsos Absolutos sino que envuelve su discurso bajo un cerco semántico que iguala cualquier “interpretación segura” a un acto sacralizador. Así, cualquier gesto en busca de certeza, será religión; cualquier determinación de acción: un simulacro, necesidad de ficción; en fin, la praxis de una mitología.
Ahora bien, para entender mejor todo esto, ¿qué características tiene el mito, cuáles son sus manifestaciones, cómo se construye el espacio de lo sagrado y, en conclusión, de que hablamos epistemológicamente cuando decimos que el sujeto asume la esfera de lo sacro? Además, regresando al suceso en que la pobre Ana Guadalupe casi hace de chivo expiatorio, ¿qué papel juega la violencia en todo esto? Por el momento, el mismo Cioran, parece darnos una primera pista cuando señala que, “Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella”.
Mircea Eliade, el más prominente historiador de las religiones, en su libro Lo sagrado y lo profano plantea que, “una existencia profana […] jamás se encuentra en estado puro. Cualquiera que sea el grado de desacralización del Mundo al que haya llegado, el hombre que opta por una vida profana no logra abolir del todo el comportamiento religioso” (Eliade, 27). Veamos entonces, cómo se manifiesta ese comportamiento sacralizador en lo que hemos identificado como intelectuales acostumbrados a alimentarse de textos y con una acentuada proclividad por el hipercriticismo (obsérvese con particular atención la sufijación, ismo).
En El chivo expiatorio, Rene Girard analiza dos intelectuales dentro del marco de la crisis histórica suscitada por la peste negra que asoló la Francia de mediados del siglo XIV. Tanto en el caso de Guillaume de Machaut y su Jugement du Roy de Navarre, así como en el de La Fontain y su Les animaux malades de la peste, Girard señala lo que califica como una admirable repugnancia casi religiosa por mencionar el termino “peste”. No es que no se hablara de la peste, más bien se aludía: se buscaba su origen en el envenenamiento de las aguas, se culpaba a los judíos por el supuesto envenenamiento, se le adjudicaba carácter de justicia divina. No debe sorprendernos que “eso” (la peste) haya generado discusiones socio-políticas, teológicas, legales, identitarias y civiles. Aquel “asunto” (la peste); es decir, la totalidad de aspectos que “le” conformaban, tan numinoso como ominoso, quedaba, por usar palabras de Cioran, como “una sucesión de templos elevados a pretextos”.
Digamos que, cuando digo hombre primitivo, lo hago con cariño. Aclarado esto, decir “lo primitivo” no necesariamente refiere a arcaico o incivilizado, sino a una metafísica y una epistemología que bien pudieran estar presente en el hombre de hoy. Según Eric Havelock, en su libro La musa aprende a escribir: Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente, “las oposiciones binarias del estructuralismo, si bien se afirma que son universales, se presentan latentes en la conciencia del «hacedor de mitos»” (Havelock, 85). Por otra parte Eliade dirá que, “el hombre moderno que se siente y pretende ser arreligioso dispone aún de toda una mitología camuflada y de numerosos ritualismos degradados” (Eliade, 172). En ese sentido, el mito o la ciencia, lo primitivo o (pos)moderno, lo sagrado o laicizado de las conductas objeto de estudio, aquí, no son juicios valorativos. Más bien, son un gesto por entender las maneras en que imaginamos, perdón, pensamos el mundo. (Quien tenga incomodidad con esto, de antemano permítame la sugerencia de saltarse la lectura de Los hijos del limo, de Octavio Paz).
Pensemos, por ejemplo, en la Torre de la UPR como omphalós, como zigurat, como Axis Mundi (o el árbol sagrado de Avatar, con el permiso de James Cameron). Su presencia en nuestro entorno, o debo decir, nuestro entorno como extensión de su presencia, no sólo marca un centro de actividad (de ser), sino que marca una psique que le adjudica carácter de fundamento ontológico. Así el intelectual, como hombre primitivo o hierofante, tal vez, como hacedor de mitos, asumirá su ministerio de pensar o imaginar su mundo. ¡Habemus Imago Mundi! Pero ¿qué pasaría si de pronto ese mundo y su orden son trastocados? ¿Qué tal si irrumpiera en él algún momento de crisis o caos? Dirá Eliade que: “El hombre religioso está sediento de ser, el terror ante el «Caos» que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada. […] Si, por desgracia, se pierde en él, se siente vaciado de su sustancia «óntica», como si se disolviera en el Caos, y termina por extinguirse” (Eliade, 60).
Pues bien, pensemos ahora, por ejemplo, en una huelga. Notará el lector que un “click” hará eco en su cabeza frente a palabras como huelga, disgregar y normalidad; palabras estas muy sonadas durante los últimos meses y que, al igual que en el caso de la palabra violencia (no podemos olvidarla), han servido de enjuague bucal para muchos. Notará también el lector que, el efecto de “ésta” (ahora la huelga) será análogo al de “aquella” (la peste). El intelectual, como el hombre primitivo, religioso moderno, si se me permite, mostrará analógicamente una conducta similar a la señalada en la cita anterior. Si regresamos al texto de Girard, tendremos un ejemplo de cuál fue la reacción de los franceses ante “aquella cosa” (la peste): “tenían tanto miedo de la peste que su propio nombre les horrorizaba; evitaban en lo posible pronunciarlo e incluso tomar las medidas debidas a riesgo de agravar las consecuencias de las epidemias. Su impotencia era tal que confesar la verdad no era afrontar la situación sino más bien abandonarse a sus efectos disgregadores, renunciar a cualquier apariencia de vida normal” (Girard, 9).
En el caso de la huelga en la UPR, creo que sólo bastará con observar el proceder del sector docente. No es que no se hable de la huelga, más bien se alude: se busca su origen hasta debajo de las piedras, se culpa a unos y a otros por el descalabro fiscal de la institución, habrá quien incluso vea a la Rectora como recipiente de la justicia divina. No debe sorprendernos que “ésta” (la huelga) haya generado discusiones y enfoques múltiples: antropológicos, políticos, económicos, legales y no dudo que aparezca quién haga uno desde un enfoque religioso (se moi). Éste “asunto” (la huelga); es decir, tanto su totalidad como cada uno de los aspectos que la conforman, tan “uncanny” como parezca, queda pues, volviendo a Cioran, como una sucesión de templos disciplinarios elevados a pretextos. Arreligiosos, como todo buen intelectual, aparecerán toda una serie de mitologías camufladas y de numerosos ritualismos degradados: la resistencia simbólica de obedecer “bajo protesta”, el ritual consolatorio de creer que se progresa por perspicacia crítica y, el más evidente, el mito cosmogónico que se percibe de la insaciable cantidad de textos publicados en donde “cosmizar el Caos” que se enfrenta.
Como si se quisiera anular la duración histórica, el ritual crítico nos ha sumido en un tiempo mítico primordial hecho presente en el acto de la crítica y el papel escrito. Ante la duración profana de una crisis institucional y económica, hemos optado por hacer de la historia toda, nada menos que un cúmulo de “falsos Absolutos”. Sobre esos intelectuales acostumbrados a alimentarse de textos, Eliade señala que, “la lectura comporta una función mitológica […] especialmente porque la lectura procura al hombre moderno una «salida del Tiempo» comparable a la efectuada por el mito” (Eliade, 172-173). Mientras tanto, aquellos que agotándose en forjar simulacros de dioses para luego adoptarlos febrilmente (como han querido hacer ver a los estudiantes), no ven más que precisamente eso: agotamiento. En balde una genealogía entera de fanáticos imaginará también su mundo. Salvo que, para ellos, los rituales serán otros. El resultado: aquello en lo que concluye la cita de Girard que he venido desglosando: “Toda la población se asociaba gustosamente a ese tipo de ceguera. Esta voluntad desesperada de negar la evidencia favorecía la caza de los «chivos expiatorios»” (Girard, 9-10). En fin, La Violencia. Es decir: más.


Bibliografía:
Cioran, Émile Michel. Genealogía del fanatismo. Tomado de Ignoria, Biblioteca hogar:
Eliade, Mircea. Lo sagrado y lo profano. Barcelona: Guardarrama/Punto Omega (Editorial Labor), 1967.
Girard, René. El chivo expiatorio. Barcelona: Editorial Anagrama, 2002.
Girard, René. La violencia y lo sagrado. Barcelona: Editorial Anagrama, 1983.
Havelock, Eric. La musa aprende a escribir: Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente. Barcelona: Editorial Paidós, 1996.

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