sábado, 16 de enero de 2010

POLVO SOBRE POLVO

Polvo sobre polvo: El cuerpo de Manuel Ramos Otero en Invitación al polvo como manifiesto neobarroco de un Amor constante más allá de la muerte.

Al amigo Daniel Torre

I. Primer polvo: A modo de Introducción.

Lo viejo de milenios también puede acceder a la modernidad:
basta con que se presente como una negación de la tradición
y que nos proponga otra. Ungido por los mismos poderes
polémicos que lo nuevo, lo antiquísimo no es un pasado:
es un comienzo.
Octavio Paz- Los hijos del limo

De entrada, si no es que todo objeto contenido dentro de un mundo de signos, y del cual se desprenden maneras de relacionarnos con el entorno –que van desde el espacio físico hasta los valores que a los mismos adjudicamos–, constituye en si mismo un entramado de relaciones en el cual nos encontramos intrínsecamente inmersos, establecer correlaciones pudiera resultar, sino en la construcción de un corpus de causalidades, al menos, en el más favorable de los casos, en un sofismo más que evidente: la correlación o correspondencia. En ese sentido, si bien se asumen tales relaciones como un dado, se quisiera aclarar que las mismas aquí se entienden más como consecuencia de un devenir constante que como resultado de un proyecto programático; de coerción o represión, por dar algunos ejemplos. Es innegable la brutalidad de un orden real y simbólico que preexisten al ser humano pero es esencialmente interno, y no externo al ser, el lugar donde se efectúa la transformación de las correspondencias entre el hombre y su entorno. Lo contrario sería restar complejidad al ser humano en tanto sujeto discursivo y regresarlo a la cartesiana centreidad[1] monolítica o indivisibilidad del individuo como lo concibe la sociología más ortodoxa. Octavio Paz en su libro Los hijos del limo[2] comenta que en la poesía producida por Occidente se observa con cierta regularidad a la que no alcanza a llamar del todo cíclica, pero de la que admite no es casual, una tendencia hacia el culto por lo nuevo. El mismo dice que:

Hay épocas en que el ideal estético consiste en la
imitación de los antiguos; hay otras en que exalta
a la novedad y a la sorpresa. Apenas si es necesario
recordar, como ejemplo de lo segundo, a los poetas
«metafísicos» ingleses y a los barrocos españoles.
Unos y otros practicaron con igual entusiasmo lo
que podría llamarse la estética de la sorpresa.
Novedad y sorpresa son términos afines, no
equivalentes. Los conceptos, metáforas, agudezas y
otras combinaciones verbales del poema barroco están
destinados a provocar el asombro: lo nuevo es nuevo
si es lo inesperado. La novedad del siglo XVII no era
crítica ni entrañaba la negación de la tradición. Al
contrario, afirmaba su continuidad (Paz, 10).

De lo anterior se desprende que si bien durante el barroco español hubo una intención por alcanzar cierta innovación ya Octavio Paz advierte que, «La novedad del siglo XVII no era crítica ni entrañaba la negación de la tradición», sino que más bien la afirmaba. A esto añade Paz que, «Ni Góngora ni Gracián fueron revolucionarios, en el sentido que ahora damos a esta palabra […] novedad para ellos no era sinónimo de cambio, sino de asombro» (Paz, 11). Esta percepción sobre el barroco español no es exclusiva del Novel (1990) mexicano. Desde estudiosos de la literatura como Martín Alonso hasta historiadores del derecho como Francisco Tomás y Valiente, José Luis Bermejo y Enrique Gacto entre otros, así lo confirman. Si por una parte, de quien más innovador parecía en materia literaria, Martín Alonso afirma que, «Ni Góngora ni sus imitadores introducen en el verso español modificaciones notables» y que «Con el gongorismo o revolución culterana, los dioses, ninfas, héroes y toda clase de personajes fabulescos del mundo grecolatino invaden nuestra lírica»,[3] por otro, en materia social, y más específicamente jurídica, Bartolomé Clavero dirá lo siguiente:

¿Cuando comienza a generarse la cultura en la que se
formularán los conceptos de transgresiones que operan
en la España barroca? […E]s sobre todo a partir del siglo
XII, digo doce, cuando, con el surgimiento de una cultura
jurídica en el seno de la religión cristiana, las categorías que
pueden todavía imperar durante la edad moderna irán
adquiriendo forma. Dicha cultura nace sobre textos de
derecho romano antiguo tanto como canónico medieval […]
por el común entendimiento de que en dichos cuerpos o masas
de tradiciones y textos se expresa el orden social. Esto se
pensaba. Y lo que se cree ya es un hecho determinante de la
organización y de la conducta. […] Estamos ante una sociedad así
exactamente tradicionalista, esto es, que se atiene, no menos
que la coránica, a las determinaciones resultantes de una
herencia cultural para la propia definición de su derecho o,
más en general, ordenamiento.[4]

Lo antes dicho nos deja como visión de la sociedad barroca española un panorama social y literario que, como afirma Octavio Paz, no niega la tradición sino que la afirma, o como el mismo Bartolomé Clavero la califica, «una cultura ya de por si», y no perdamos de vista esta palabra, «preceptiva» (Sexo, 60 y 72). Llamo la atención sobre este concepto pues como se verá más adelante, y acuñando un refrán popular, en la España barroca también “se cuecen judías”; corrijo, “habas”.


II. Segundo polvo: Si hay un segundo… Neoprimero, es porque hubo un primero.

…la tradición moderna de la poesía. La expresión
no sólo significa que hay una poesía moderna sino
que lo moderno es una tradición. Una tradición hecha
de interrup-ciones y en la que cada ruptura es un comienzo.
Octavio Paz- Los hijos del limo

Cuando se habla del árbol genealógico del Barroco español, implícitamente se habla de una genealogía de poetas que se dan en dos ramas: el conceptismo y el cultismo o culteranismo. Mientras que por la rama del conceptismo se tiene como precursor a Alonso de Ledesma con sus Conceptos espirituales, por parte del cultismo fue el mismo Gracián quien llamó a Luis Carrillo de Sotomayor, con su Acis y Galatea, “el primer cultista de España”. A su vez, ambas ramas se dividen en dos generaciones: en la primera, figuran Góngora y Quevedo; y en la segunda, Calderón y Gracián (Alonso, 838). El recuento responde a que si bien Octavio Paz tiene razones para decir que «Ni Góngora ni Gracián fueron revolucionarios, en el sentido que ahora damos a esta palabra» cabe también mencionar que es Quevedo y no Gracián quien representa la cúspide del conceptismo. Esta advertencia viene a razón de que el comentario de Paz pudiera ser la descalificación de dos autoridades (uno cultista y el otro conceptista) en arras de construir un sólido andamiaje que dé sostén a su proyecto sobre una tradición moderna de la poesía como tradición de ruptura. El silencio respecto a Quevedo, genera sospecha. De todas maneras, en lo personal, tendría que admitir que soy un enérgico simpatizante de su propuesta por lo que quisiera pensar en la posibilidad de un descuido o una simple preferencia de Paz por Gracián sobre Quevedo. Aun así, me inclino a pensar que el caso de Quevedo constituye, sino una excepción a la propuesta del barroco como afirmación y regreso de una tradición que precede incluso al renacimiento, al menos, un verdadero gesto de innovación o distanciamiento de sus contemporáneos.

Me explico. La ruptura (si alguna) respecto de la tradición en la España barroca como sociedad se daría en términos socio-políticos, y en lo general, en un sólo plano: el de la cultura (en un sentido lacaniano: el orden simbólico). Esto deja como posibilidades sólo dos opciones: la afirmativa o la negativa de cambio social. Pero ya en el caso de la poesía, la ruptura o más bien cambio, se daría en dos instancias: en forma y en contenido; lo que nos daría como resultado la afirmativa o negativa de cambio en ambas instancias: los objetos y su significado. Así queda como contingencia la posibilidad de que si no se diera un resultado afirmativo de cambio en cuanto a la cosa (inteligible), al menos queda la opción de un resultado afirmativo en cuanto a la idea que ésta suscita (suprasensible). Y es precisamente, en esta última, donde creo que Francisco de Quevedo logró un posible distanciamiento de sus contemporáneos. Para ejemplificar lo que con esto se pretende demostrar, y de paso ir sentando las bases de donde parte Manuel Ramos Otero, se trae a colación el poema “Amor constante más allá de la muerte”. El mismo lee como sigue:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

A prima facie si se observa el poema, en cuanto a estructura, salta a la vista que el mismo es un soneto; forma estrófica de tradición italiana o, mejor dicho, latinizante. Respecto a los temas que se tocan, muy propio de lo que se esperaría de un “civitas Dei” de raigambre medieval cristiana, se destacan el amor, la muerte, la vida más allá de ésta o la eternidad y la presencia de Dios, juez y ajusticiador, que a modo de un “Deus legislator” no sólo determina el orden, «ley severa», sino también la pena, «prisión». Pero ojo, como dije antes, sólo a prima facie.

Oscuridad, profundidad y dificultad son términos frecuentemente barajados para referir al barroco pero, aunque aparenten ser a fines –diría Paz–, no necesariamente son equivalentes. Baste decir que si bien tanto cultistas como conceptistas buscaban la dificultad del entendimiento, los primeros lo hacían a través del oscurecimiento producto del tupido decorado, los segundos, por medio de la profundidad de los conceptos. Si unos apuntaban a la complejificación del continente, otros, a la complejidad de los contenidos. Voy más allá. Me arriesgo a decir que los cultistas buscaban (y quienes hayan fruncido el seño al leer el párrafo introductorio ahora entenderán) las correspondencias entre las imágenes de enrevesadas metáforas y el objeto (analogía), mientras los conceptistas, y aquí Quevedo, la metamorfosis del objeto mediante giros semánticos que le doten de nuevas dimensiones (ironía, sátira, parodia, etc.).[5] Aparece así, en los conceptistas, un anamorfismo literario que hace de la poesía un gesto político y social del que Martín Alonso se expresará en los siguientes términos: «tienden a ver los problemas de la vida a través de un cristal curvado que deforma las figuras y las llena de carcajada franca y burla despiadada» (Alonso, 825).

Cristal curvado en mano, veamos que tal luce aquel “Amor constante más allá de la muerte”. En el primer cuarteto nos parece leer sobre cómo la muerte, «postrera sombra», no sólo podrá cerrar sus ojos, sino que «lisonjera», en ese momento («hora») también «podrá desatar [su] alma» de ese amor al que el poeta llama: «su afán ansioso». En el segundo cuarteto, la «postrera sombra» tomará del mito clásico la forma de leteico rió para anunciar que a pesar de ésta poder cerrar sus ojos: «no de esotra parte en la ribera, dejará la memoria, en donde ardía» pues «nadar sabe [su] llama la agua fría». Y aun más: su amor, ahora en forma de ardiente «llama», además de saber nadar, se propone «perder el respeto a ley severa». Y es aquí donde el «cristal curvado» comienza a «deforma[r] las figuras».

Siguiendo a Roman Jacobson (quien proponía el discurso poético como una tensión o eje dialéctico que se sostiene a partir de estructuras discursivas que funcionan a modo de contraposiciones binarias), en los cuartetos se hace notable una tensión producto de la contraposición entre lo constante y la muerte; o más bien, tomando el amor como eje, un amor constante o uno tronchado. Por una parte tenemos el eje del amor y sus variantes: afán ansioso, llama, arder y fuego. Por otra, entre las estructuras binarias, tenemos el lado de lo constante con sus variantes: la memoria, perder el respeto a ley severa (burlar la muerte), ceniza con sentido, polvo enamorado; y, el lado de la muerte con sus variantes: la postrera sombra, ojos cerrados, agua fría, dejar el cuerpo, ley severa, ser ceniza y ser polvo. Ahora bien, como se puede observar, algunos elementos aparecen en ambos lados: ceniza, polvo, ley; lo que sugiere que si de un lado tenemos el amor como eje dialéctico (que desde el título se anuncia), por otro, a partir de estos elementos repetitivos, con el cierre del segundo cuarteto uno nuevo e implícito hasta el momento se asoma: la ley. A simple vista se pensaría que no es un elemento de mucha importancia para el sostenimiento de la tensión dialéctica que motiva el poema. Pero como se verá a continuación, esa ley como nuevo eje, es tan importante para la tensión dialéctica del poema que, incluso, el amor pasará a ser pretexto para un planteamiento de verdadera gravedad. La explicación promete ser interesante.


III. Tercer polvo: ¿Polvo enamorado o ceniza con sentido?

Aquel que sabe que pertenece a una tradición
se sabe ya, implícitamente, distinto de ella, y ese
saber lo lleva, tarde o temprano, a interrogarla
y, a veces, negarla. La crítica de la tradición se
inicia como conciencia de pertenecer a una
tradición.
Octavio Paz- Los hijos del limo

Amor y Ley, como ya se ha dicho, son los dos ejes dialéctico-discursivos que dan sostenimiento a la tensión dialéctica que da origen al soneto “Amor constante más allá de la muerte”. También se ha dicho que el primero es el que desde el título explícitamente se anuncia mientras que el segundo, aunque implícito, hace del primero el pretexto para dejar sobre la mesa un verdadero gesto de grave tonada social y política. Puntualizo y recalco. No es simple casualidad que, de catorce versos, el séptimo y el octavo, justo al centro del soneto, lean: «nadar (sobrellevar) sabe mi llama (amor) la agua fría (muerte)» y «perder el respeto a ley severa». “Sobrellevar sabe mi amor la muerte” y “perder el respeto a ley severa”, donde la conjunción “y” (por medio de una correspondencia directa) cumple con la función de vincular conceptos (como en la gradación), el resultado sería la identificación semántica (analogía) del séptimo verso con el octavo. Pero si se estuviera frente al caso donde “y” cumple con la función de añadir elementos (como en las enumeraciones), por contraparte de la adición, tendría que aceptarse que estamos frente a conceptos o ideas independientes que progresivamente se van sumando a una línea de pensamiento. Así queda ante nuestra consideración la posibilidad que se plantea con el segundo caso: la adición del tema o concepto Ley a la línea de pensamiento que se desarrollaba sobre la del tema o concepto Amor y su feliz o desdichado término. Esto se confirma con el penúltimo verso donde se lee lo siguiente: «serán ceniza». O más específicamente la hoguera; y, en cuanto a materia amatoria se refiere: la pena capital de morir quemado por “peccatum contra naturam”.[6]

Un panorama más amplio de la situación social y jurídica de la España barroca lo tenemos en las conferencias “Delito y pecado: Noción y escala de transgresiones” y “El crimen y pecado contra natura” de Bartolomé Clavero y Francisco Tomás y Valiente respectivamente.[7] Ya por Clavero sabemos que es en el siglo XII cuando surge la cultura jurídica que sienta las incuestionables bases de la que luego regirá como orden social de la cultura barroca española. Igual sabemos que dicha cultura nace de textos de derecho romano antiguo como de canónico medieval, lo que nos deja ante una sociedad tradicionalista y preceptiva que se sujeta a una herencia cultural para la propia definición de su derecho y ordenamiento. Octavio Paz también parece concordar con esta visión. Éste recurre al mismo ejemplo de la base de tradición medieval cristiana, por contraposición a lo que él llama tradición moderna (cuyo inicio identifica con el siglo XVIII) para decir lo siguiente:

Basta comparar nuestra idea del tiempo con la de un cristiano del
siglo XII para advertir inmediatamente la diferencia. Al cambiar
nuestra imagen del tiempo, cambió nuestra relación con la tradición.
Mejor dicho, porque cambió nuestra idea del tiempo, tuvimos
conciencia de la tradición. Los pueblos tradicionalistas viven inmersos
en un pasado sin interrogarlo; más que tener conciencia de sus
tradiciones, viven con ellas y en ellas (Paz, 15).

Pero qué peculiaridades tenía esa Ley o tradición jurídica en la que se encontraba inmersa la sociedad barroca española. Tratándose de una cuestión de Ley o jurídica, procede entonces ver cuáles son y cómo se tipifican los llamados delitos o pecados de los que, de antemano, habría que establecer se encontraban indiferenciados por una sobreentendida correspondencia entre el orden celestial y el terrenal. En primer lugar se encuentra el Crimen Laesae Maiestatis o lesa majestad (Sexo, 73-74). Este incluía la lesión u ofensa a los monarcas desde el ámbito personal hasta la imagen y símbolos del mismo. Por extensión, quedan cobijados tanto su corte como familiares pues encarnan los valores y poderes que el monarca representa. Así los delitos serían desde asesinar el rey como yacer con la reina o incluso falsificar moneda con su imagen. También queda protegida la jerarquía eclesial en tanto representantes de Dios y constituyentes de la corte divina en la tierra. En lo general traición y herejías. Especifica Calvero que delitos o crímenes políticos, contra la vida o la libertad, aquí no los hay, sino más bien contra un honor y una honra; los valores contra los que se atenta son «valores trascendentes a la persona, contra principios de constitución no sólo simbólica del propio orden social» (Sexo, 74). Esto se hace entendible puesto que la vida se estimaba en otros términos muy distintos de como hoy se entiende. Sólo en cuanto al alma se era sujeto; en cuanto al cuerpo, objeto. La salvación del alma era en mucho más estimable que la existencia o cuidado del cuerpo. El soplo de vida, el alma, lo da Dios y sólo el dispone del mismo, pero el cuerpo lo procrea el hombre y en ese sentido era menos horrendo el homicidio que la masturbación. Bartolomé Clavero explica que,

todo acto de muerte de un individuo es homicidio, pero no
precisamente ya porque atente contra su vida en el sentido
también inmediato, sino porque se interpone en la suerte del
alma que es creación divina y de la que el hombre no puede así
disponer. Tocamos un punto clave: el valor ya es el alma. O al
menos de momento el concepto decisivo para las mismas
calificaciones delictivas. «Anima est plus quam corpus» […].
La vida comienza con el alma y termina, no con su final, sino
con su separación del cuerpo, mera materia. Por esto la muerte
no era mucho. Lo será la vida, pero la inmortal del alma, no la
perecedera del cuerpo (Sexo, 84).

Esto nos lleva al próximo nivel de delitos, y ahora entrando en lo que para este trabajo interesa, los delitos contra la naturaleza o como entonces se conocía: «peccatum contra naturam». Partiendo de aquella sociedad preceptiva y tradicionalista en la que tanto Octavio Paz como Bartolomé Clavero, Francisco Tomás y Valiente entre otros coinciden, la situación sería más o menos la siguiente. No podría haber ley humana sino a partir de un orden divino que debía permanecer inalterable. El hombre había sido creado a imagen y semejanza de Dios y cualquier trastrocamiento de aquel orden divino como de su extensión en la tierra, implica delito contra Dios mismo. Hágase su voluntad así en la tierra como en el cielo. Así fue asumido. «Esto se pensaba. Y lo que se cree ya es un hecho determinante de la organización y de la conducta», dice Clavero. Tanto así que, frente a la imagen de un supuesto absolutismo monárquico[8] tal como lo planteara José Antonio Maravall, Clavero expone que,

El último juez, el último sacerdote, mantiene todo el
poder de estimar la existencia de trasgresión, pero
dentro de una doctrina, que es la ley, que es la religión
y el derecho. No tiene la facultad de definirla, o el poder
realmente no lo tiene, como tampoco el pontífice o el rey
que, últimos por otro extremo, soberanos se decían. […]
Un monarca que se diría cosas como católico o cristianísimo,
mantiene la condición sacra que decíamos, pero no es por
ello que llega a pecaminizar el delito. Lo hace porque declara:
se pronuncia sobre algo que entiende de otro modo dirimido.
Las formulas mixtas que en manifestaciones penales llegaron
a ser de uso, declarando los reyes por ejemplo tan grandes
pecadores como delincuentes a los matrimonios de práctica
sodomita o sexual no procreativa, ya se toman hoy como
expresión de un poder cuando más bien signo de otra cosa
eran: sometimiento a una tradición o cultura (Sexo, 65).

Desde el rey hasta el más común de los mortales debe cumplir con el orden divino. Y en esos términos, la creación, que aparece como acto continuo en que el hombre juega el papel de colaborador, para que no se vea interrumpida, es necesario que el hombre colabore procreando; perpetuando tanto la especie como lo establecido por Dios. Bajo ese mismo juego de correspondencias, y donde «Biblia est lex», pecado queda establecido como delito, la conducta a seguir queda determinada por preceptos y la pena un medio deseable para la purgación y limpieza del alma. En cuanto al pecado contra natura encontramos los tocamientos, la masturbación, el coito interrupto, bestialidad, sodomía y uso de objetos que simulen el coito. Aún así Francisco Tomás y Valiente puntualiza que «aunque en sentido amplio todo pecado es un pecado contra natura: la sodomía es el pecado contra natura propiamente dicho. [...] El pecado contra natura, la sodomía, es el pecado por antonomasia» (Sexo, 38-39). Y lo es así puesto que Dios castiga por su pecado a Sodoma y Gomorra como se relata en Génesis 18.16-33 y 19.1-25. La pena la conocemos: «Jehova hizo llover desde los cielo azufre y fuego». Y a juzgar por esta pequeña relación que Tomás y Valiente hace, la España barroca también la conoció.

Fuero de Bejar, se lee así: «De varon que fornica con otro.
Qui fuer preso en sodomitico pecado, quemarlo». […] En el
fuero de Baeza: «quien en pecado contra natura fuere preso
sea quemado». […] En el fuero de Ubeda: «De pecado sodomítico.
Todo aquel que en pecado contra natura fuere preso, sea
quemado». Una variante de este mismo precepto dice algo
diferente: «Todo aquel que sea hallado fodiendo a otro home
sea quemado» (Sexo, 39).

Quevedo no fue la excepción. Conciente de su época conocía también los pesares que aquejaban la España de aquellos días. No con esto quiero decir que fuera Francisco de Quevedo participe directo de las prácticas sexuales que en esta última cita quedan expuestas. Además sabemos que pecado contra natura no sólo implica sodomía pues bajo esta categoría quedaba incluida la masturbación e incluso, en los más severos casos, las posiciones no naturales. Pero de algo estoy seguro; aquella «ceniza» a la que hace alusión en su soneto “Amor constante más allá de la muerte” constituye una réplica a la intromisión de la Ley en la intimidad de las prácticas sexuales, cuando no, un crudo planteamiento sobre el estado de indiferenciación en que se encontraban los conceptos delito y pecado y que ya a finales del siglo XVII comenzará a tomar auge como discusión. Como lo evidencia el suceso en que, bajo una servilleta, le fuese encontrada una queja política que leía “Católica Sacra Majestad”, Francisco de Quevedo no ignoraba lo que, como en el título de otra de sus obras, pudiera llamarse la Política de Dios. Tampoco ignoraba los textos que daban base a semejante política. Comenzaba este tercer apartado con la pregunta «¿Polvo enamorado o ceniza con sentido?», y la contestación y réplica la encontró Quevedo en el mismo relato bíblico que dio nombre de sodomía al pecado contra natura. En Génesis 18.27 lee así:

Abraham replicó y dijo:
–Te ruego, mi Señor, que me escuches
aunque soy polvo y ceniza.[9]


IV. Cuarto polvo: A modo de Invitación al polvo. [10]

Porque sólo la poesía revela la libertad al hombre,
un poema, una sonata, una pintura, son imágenes
de la rebelión del poeta, las mascaras adánicas entre
la soledad y el otro.
Manuel Ramos Otero- Poética
[11]

A partir de lo expuesto en las páginas anteriores, a quien lee Invitación al polvo, no le será difícil identificar elementos que remitan tanto a Quevedo y su “Amor constante más allá de la muerte” como, en lo general, a la situación histórico-social a la que antes se identificaba como barroco español. No sólo su poemario abre con una cita a modo de epígrafe donde figuran los últimos tres versos del mencionado soneto. Por decirlo así, todo el poemario está montado sobre la metáfora de “polvo enamorado”. Aún así, por si quedaran dudas de los nexos que pudieran haber entre aquel barroco histórico y el contexto social que recrea Ramos Otero en su poemario, aquí van algunos ejemplos.


No en pese, por si no fueran suficientes los ejemplos antes dados, el barroco aparecerá mencionado como tal cuando en el poema “Cartas Cabales: I” el poeta versará como se lee en las siguientes líneas:

Y olvidaras en la casa barroca de la San Sebastián
a todo el que no supo descifrar los jeroglíficos
ni hacer volar las losetas halladas en las ruinas (Ramos, 58).

Esto último trae ante la atención del lector un aspecto interesante dado que, si bien pudieran haber unas correspondencias entre aquel barroco que vivió Quevedo como momento histórico y el que en su poesía parece recrear Ramos Otero, la ruptura ya se asoma. Si tales correspondencias son innegables, a partir de lo expuesto en el principio de este estudio, las mismas se aceptan como punto de partida para lo que antes se identificó como devenir constante. Un devenir que se dará entre los polos dialéctico-discursivos de la prohibición y la libertad (de Ley como se demostró antes) y que opera como giros sémicos conceptistas en el caso de Quevedo o, como en el caso de Ramos Otero, con un nuevo “logos”. A tal razón habrá que olvidar todo cuanto quede en aquella «casa barroca», igualmente «a todo el que no [sepa] descifrar los jeroglíficos» de un nuevo lenguaje.

Alfonso González dirá que, «el neobarroco […] es entonces una expresión de rebeldía contra la verdad oficial, contra las normas sociales, religiosas y gramaticales. Es un voltear el mundo al revés valiéndose de un nuevo lenguaje».[12] Pero su definición sigue sonando a conceptismo barroco, a giros semánticos, a juego de correspondencias. Entonces en qué consiste el nuevo lenguaje que articula Manuel Ramos Otero; en qué el nuevo “logos”. Derridá planteaba que el lenguaje de occidente, el de su día a día o más bien llámesele cotidiano, no es ni inocente ni neutro pues en si mismo carga todo un corpus orgánico de categorías a las que él identifica como «metafísica occidental». De manera que no sólo un gran número de lo que damos por sentado y tomamos por verdad vienen ya con el lenguaje, sino que, estas presuposiciones son inseparables y constituyen en si mismas un sistema de valores que nos precede y en el cual nos encontramos inmersos.[13] Esto es lo que se entiende por “logos”. Por lo tanto, plantear la posibilidad de un nuevo lenguaje, no es el juego de subvertir las correspondencias; es partir, de plano, de nuevas categorías. Es establecer un nuevo orden simbólico y con él las nuevas categorías de lo que es el hombre y lo natural o dicho de otra manera: la naturaleza del hombre, su condición y ejercicio de ésta.


V. Quinto polvo: El Neopolvo; perdón, quise decir: El Neobarroco de Ramos Otero.

Los hombres y las palabras son lo mismo.
Solamente la poesía libera a las palabras
y a los hombres. El poema es el médium,
la puerta secreta, el espejo sacrílego y
sagrado, el único ahora entre el antes y el
después, la sesión espiritista de la historia.
Manuel Ramos Otero- Poética

Ya entrado el lector en este punto en que se plantea la posibilidad de un nuevo “logos”, y de paso un Neobarroco, no hay otra manera de seguir adelante si no es desde lo que sobre este tema dijera el poeta Severo Sarduy. No parecen haber mejores palabras para definir lo que es el neobarroco a partir de la propuesta de un nuevo “logos” como las que en lo siguiente se citan. Dirá Sarduy:

el barroco europeo y el primer barroco latinoamericano se
dan como imágenes de un universo móvil y descentrado,
pero aún armónico; se constituyen como portadores de
una consonancia: la que tiene con la homogeneidad y el ritmo
del logos exterior que los organiza y precede, aun si ese logos se
caracteriza por su infinitud, por lo inagotable de su despliegue
[…] ese logos marca con su autoridad y equilibrio los dos ejes
epistémicos del siglo barroco: el dios –el verbo de potencia
infinita– jesuita, y su metáfora terrestre, el rey. Al contrario,
el barroco actual, el neobarroco, refleja estructuralmente la
inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto
que absoluto, la carencia que constituye nuestro fundamento
epistémico.[14]

Ahora bien, esto plantea una gran interrogante. Si en aquel barroco el “logos”, con sus categorías y presuposiciones normativas y estatutarias –incluidas entre ellas las ya determinadas nociones de autoridad y equilibrio–: sus «dos ejes epistémicos […] el dios […] jesuita, y su metáfora terrestre, el rey», eran las estructuras simbólicas sobre las que se sostenía la armonía y homogeneidad de la sociedad española, ¿qué sentido tendría un neobarroco donde la figura y significado de un Dios parecen depender de una subjetividad y la imagen del rey es prácticamente ausente? La contestación la da Manuel Ramos Otero con los siguientes versos:

Habrá quien diga, corazón, que nuestro amor
traiciona la familia, perfecto páramo de toda
sociedad futura. Habrá quien llamará locura
lo que no es decoroso nombrar en alta voz,
esta fugaz lujuria de turbio callejón. Habrá
quien teorice que nuestro amor comienza la
horrible decadencia de la leyes divinas,
buscaran manuscritos de los libros sagrados
y arderemos de manos en otro apocalipsis.
[…] Habrá quien diga, corazón, que así no son
los niños ni los hombres, que los niños de hoy
serán mañana viriles hacedores de la patria (Ramos, 35).

Esto plantea, o más bien, devuelve a la mesa de discusión la supuesta situación de absolutismo con respecto a la monarquía o la asumida plenipotencialidad de aquel Dios; jesuita, por cierto. «Habrá quien teorice», «quien diga» (incluso en «toda sociedad futura»), aunque las figuras o representantes de uno y otro –dios y rey– ya en estos versos del poema 25 no aparecen. De hecho, si regresamos a Bartolomé Clavero veremos que realmente nunca fueron tan hegemónicos en términos de asegurar un orden social, y si lo fueron, fue gracias a un poder que los precedía y trascendía: «la homogeneidad y el ritmo del logos exterior que los organiza y precede […] –el verbo de potencia infinita–». Ante ese verbo de potencia infinita:

no había en efecto ni se necesitaba una autoridad eclesiástica
ni política con la facultad reconocida y practicable de fijar esta
especie de categorías sumas. Ni pontífice ni concilio, ni monarquía
ni estados o parlamento, a ello acuden. Hay autoridades culturales,
las religiosas y las jurídicas, que, vinculadas a tradiciones y textos,
proceden a ello. Con esto la fijación nunca enteramente llega ni tiene
realmente por qué (Sexo, 64-65).

Son esas «categorías sumas», «verbo de potencia infinita», en fin: “logos”, lo que se hace notable como tensión o fuerza antagónica a través de todo el poemario de Ramos Otero. Es contra esa tradición preceptiva de valores que preceden al hablante poético –contenidas como categorías sumas en un “logos”– que acomete el poeta cuando en el último verso del poema 6 concluye asumiendo, como obligación, el «llegar, a inventar un verbo nuevo» (Ramos, 15). Insisto en este punto ya que ese nuevo verbo, que ineludiblemente plantea nuevas categorías, por consecuencia, aunque no necesariamente como resultado, tendría que al menos vislumbrar la crónica de una muerte anunciada al vicio de la correspondencia y la analogía. Si se prefiere, en palabras de Manuel Ramos Otero: “La víspera del polvo” como lleva por título la segunda sección de su poemario. Lo que con Invitación al polvo se busca no es el desplazamiento metonímico ni el ludismo de una subversión de conceptos. Mas bien, se trata de articular un discurso «donde no hay mío y tuyo» (Ramos, 20) y que no asume las cargas de bien-mal, alto-bajo, adentro-afuera, blanco-negro o «de la paz, de la guerra» (Ramos, 10) que le preceden. Las contraposiciones binarias aquí sobran y lo prospectivo más que una operación textual del poemario, será un vicio de lectura. Esto cobra gran importancia si se toma en consideración, por ejemplo, como contrapunto a esto último lo ya propuesto por Juan G. Gelpí en uno de los corpus críticos más visitados de nuestra literatura: Literatura y paternalismo en Puerto Rico.[15]

Gelpí parte de la metáfora de la casa (el canon, la “gran familia” nacional) para plantear en su corpus crítico una serie de «Desplazamientos del “logos”» (crisis, reescritura, transeúnte, transposición, trasgresión, ruptura, etc.) a modo de categorías dentro de las cuales la escritura de Ramos Otero aparece como «escritura transeúnte». A partir de lo que califica como «solipsismo irreverente», con respecto a un gesto de «teatralidad» irrespetuosa, Gelpí identifica una ruptura con el canon para concluir que: «Ese tipo de escritura que se basa en el desacato sólo puede darse fuera (de la casa nacional) del canon, en el exilio que es la gran ciudad» (Gelpí, 140). Las palabras con las que mejor esgrime Gelpí su punto sobre la ruptura que percibe en Ramos Otero en tanto escritura transeúnte dirán como sigue:

El exilio en la gran ciudad será uno de los ejes de su obra. Su
literatura es, como pocas, producto de un transeúnte, de un
emigrado: el transito y el desplazamiento pueblan sus textos.
Si, como señala Gastón Bachelard, la casa es un cuerpo de
imágenes que le da al hombre razones o ilusiones de estabilidad,
la ausencia de este espacio domestico y la dispersión continua
en Ramos Otero sugieren que su obra está escrita fuera (de
la casa) del canon (Gelpí, 138).

Lo interesante de lo antes citado es que en su planteamiento Gelpí no parece vislumbrar la posibilidad de que si bien Bachelard afirma que «la casa es un cuerpo de imágenes que le da al hombre razones o ilusiones de estabilidad», por otra parte “el cuerpo es la casa imaginaria que da al ser razones o ilusiones de estabilidad”.[16] Más que vastos son los estudios que, desde Freud hasta Bataille, demuestran como el cuerpo (el mismo que tanto despreció Hegel y que, olvidado desde los cínicos, Nietzsche rescatara para Occidente con su Zaratustra), además de la voz, la audición y el tacto, son esas primigenias manifestaciones del ser en que a modo de membranas contensoras dotan al yo de una sensación de estabilidad. «Alma a quien todo un Dios prisión ha sido» versaba Quevedo refiriéndose a aquel mismo cuerpo que contenía no sólo alma, sino las «venas que humor a tanto fuego han dado» y las «medulas que han gloriosamente ardido». Ante las ilusiones de movilidad que pueda dar la moderna «gran cuidad»,[17] Manuel Ramos Otero adoptará una poética de cangrejo ermitaño. Una poética que hará casa «del cuerpo que se enternece / con la eternidad del mar / y así como el mar divaga / desde una isla a otra isla / como el que quiere volar»[18] (Ramos, 9-10). El cuerpo es la casa. Un nuevo “logos” con sus nuevas categorías comienza a darse paso en y desde el cuerpo pues, como se dijo en principio, es esencialmente interno, y no externo al ser, el lugar donde se efectúa la transformación de las correspondencias entre el hombre y su entorno.

En la antología Papiros de Babel se encuentra la poética con la que Ramos Otero da el código que sirve de columna vertebral para su Invitación al polvo (López-Adorno, 344). Parte de esa poética aparece como epígrafe a este apartado y como contestación a la pregunta que reza: «¿Soy papel o soy poeta?» (Ramos, 16). El mismo, como máxima, lee de la siguiente manera: «Los hombres y las palabras son lo mismo. Solamente la poesía libera a las palabras y a los hombres». Si como bien señala Juan Gelpí, en Concierto de metal para un recuerdo y otras orgías de soledad[19] la voz narrativa dice: «Yo soy Dios» (Gelpí, 138), en Invitación al polvo, «Para que Dios aprenda a morir como Dios», el poeta declara: «soy […] fuego sumo sin tiempo» (Ramos, 20): la zarza ardiente del Sinaí, “el eterno Yo Soy”. Por tanto: si en el principio fue el verbo, y si «Los hombres y las palabras son lo mismo», es decir: el verbo hecho carne, entonces poeta y poesía “es” origen: el “nuevo logos”; cuerpo de carne y a la vez de palabras. No podría cerrar este apartado sin recordar las palabras con las que Roland Barthes detalla estas relaciones entre cuerpo y texto como cuerpos eróticos en su libro El placer del texto[20] y que aquí se reproducen para ilustrar esa instancia en que se da paso a un “nuevo logos”.

El texto no es nunca un “dialogo”:[21] ningún riesgo de
simulación, de agresión, de chantaje, ninguna rivalidad de
idiolectos; el texto instituye en el seno de la relación humana
–corriente– una especie de islote, manifiesta la naturaleza
asocial del placer (sólo el ocio es social), hace entrever la verdad
escandalosa del goce: que aboliendo todo imaginario verbal
pueda ser neutro. […] Parece que los eruditos árabes hablando
del texto emplean esta expresión admirable: el cuerpo cierto.
¿Qué cuerpo?, puesto que tenemos varios: el cuerpo de los
anatomistas y de los fisiólogos, el que ve o del que habla la
ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los
comentadores, de los filólogos (es el feno-texto). Pero también
tenemos un cuerpo de goce hecho únicamente de relaciones
eróticas sin ninguna relación con el primero: es otra la división,
otra denominación. Con el texto ocurre lo mismo: no es más
que la lista abierta de los fuegos del lenguaje (fuegos vivientes,
luces intermitentes, rasgos ubicuos dispuestos en el texto como
semillas y que para nosotros remplazan ventajosamente los
“semina aeternitatis”, los “zopyra”, las nociones comunes, las
asunciones fundamentales de la antigua filosofía). El texto tiene
una forma humana: ¿es una figura, un anagrama del cuerpo? Sí,
pero de nuestro cuerpo erótico (Barthes, 27-29).

Finalmente Roland Barthes dirá que: «El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas» (Barthes, 29). Es ese instante en que se anula la rivalidad de idiolectos –el chantaje de las contraposiciones binarias– para abolir la agresión de aquella «ley severa» como eje dialéctico, como tensión entre prohibición y libertad y así dar paso a un “nuevo verbo de potencia infinita” que sirva de presupuesto para un manifiesto neobarroco de “Amor constante más allá de la muerte”.


VI. Último polvo: Un polvo constante más allá de la muerte.

…he sido Ulises pero también he sido Penélope,
en cada polvo he comprendido el polvo y que la
rivera de la muerte es la rivera de la vida.
Manuel Ramos Otero- Poética

Ya se ha visto que la posibilidad de un “nuevo logos” tal cual aparece en Barthes, y como parte de una poética neobarroca, no sólo es una propuesta (como se desprende de lo expuesto por Severo Sarduy) sino que, incluso puede llegar a ser intención (explicita en Invitación al polvo) por parte del poeta. Ahora bien, intención no necesariamente conlleva el feliz término de una propuesta o proyecto. Habría que buscar en los versos de Ramos Otero indicadores de que un nuevo lenguaje (ya no desde el concepto en cuanto término, como en el caso de Quevedo, sino desde las categorías que a aquellos dotan de significación) entra en función a partir de nuevos valores e ideas sobre lo que es la naturaleza del hombre, su condición humana y ejercicio de la misma. Y es precisamente en este punto cuando algo maravilloso ocurre.

Se dijo de la España barroca que se trata de una sociedad de tradición preceptiva, y si se acepta que los términos creación y concepción son ideas a fines, decir que el barroco español era pre-ceptivo es decir que asumía una cultura que antecede su propio origen o con-cepción. Por correlación lo que esto plantea es una sociedad contra-ceptiva. Incapacitada de crear sus propios valores y que permanece en aquellos que la preceden. Por otra parte se ha dicho que Manuel Ramos Otero como poeta (hombre / palabra = verbo encarnado) trae un “nuevo logos” por lo tanto habría que aceptarlo como pro-ceptivo; creador, pro-creador y dador de un “nuevo origen” incluyendo en esto el suyo. Si bien por una parte dirá que «mis hijos son palabras que crecen sobre el papel» y por tanto procreador (Ramos, 16), en cuanto a un distinto y nuevo origen: su origen, nos dirá que es «un poeta / irremediablemente maricón de cuna» (Ramos, 26) y que:

Mi camino es el mismo que anduve desde niño,
libertad espaciosa para probar las flores,
el cuerpo del amor, los dolores humanos,
los placeres prohibidos que me volvieron hombre
y al hombre permitieron su espejo de poeta (Ramos, 35).

Este que habla es el «eterno Yo Soy»; el verbo que en y desde el principio fue, es y será sin tiempo. Desde esta nueva concepción de tiempo se anula la linealidad de la historia y su teleología greco-helenística y luego judeo-cristiana como categoría suma de un “logos” preceptivo adoptado por Occidente pues, como versa el poema 23: «Éramos / compañeros del desorden profundo, pasión de vellonera / hombres por fuera y por dentro, no solamente cuerpos / sino historia» (Ramos, 33); pero más allá de todo, lo que resuena de fondo son las ocho veces que el poema como “lite motive” repite «Éramos», mientras que Manuel Ramos Otero lo que busca con su Invitación al polvo es «un amor que rebasa este siglo» (Ramos, 12), o como decía Quevedo, un “Amor constante más allá de la muerte”.

En el ensayo “Invitación al ceremonial”, Carlos Vázquez Cruz identifica algunas instancias de empoderamiento –o como él llama, de apoderamiento– en las que afirma que: «Al exhibir escuetamente su sexualidad “vedada”, Ramos Otero ejerce un acto de apoderamiento por medio del cual “salir del closet”». Ese “closet” en nuestro siglo es el brazo extendido de un “logos” que bajo la forma de culpa o incriminación sigue manifestando sus categorías indiferenciadas de delito y pecado. Vázquez afirma que: «“salir del closet” se torna en […] apropiación orgullosa del supuesto elemento punitivo, y en desestimación de la opresión dictada por la hegemonía».[22] Si esa hegemonía es lo que Sarduy señala como «logos en tanto que absoluto», el “nuevo logos”, con su «apropiación orgullosa del supuesto elemento punitivo», es lo que Ramos Otero aporta como ejercicio de un nuevo fundamento epistémico que desautorice y descalifique «la lengua [que] nos condena con sus cómodos géneros» (Ramos, 35), el supuesto delito o pecado contra natura y la pena que supuestamente le pueda merecer; llámesele en un tiempo hoguera, en otros SIDA o simplemente la muerte. Ante ésta, el poeta levantará un manifiesto que, aun sobre el «Anima est plus quam corpus» como máxima, rescatará el cuerpo para cantar de un “Amor constante más allá de la muerte” y dirá que:

Cuando te vuelvas un hombre de papel
un espíritu atrapado en el poema
y ya no pueda volver a definirte en la palabra
que ahora azota toda la nada
recordaremos lo que nunca ocurrió
nos amaremos como nunca nos amamos
hurgaremos en tumbas de tristeza
hasta encontrar la libertad intacta
para quel tiempo restaure lo perdido (Ramos, 13).

Entonces, y sólo entonces, «la rivera de la muerte [será] la rivera de la vida».

ANEJO I

Notas:

[1] Con centreidad se privilegia el concepto centrado sobre el de centralizado. El primero será resultado de la centralidad y autocontención, el segundo, sólo del posicionamiento espacial.
[2] Paz, Octavio. Los hijos del limo, Colombia: Editorial Oveja Negra, 1985. En adelante, las citas tomadas de este texto se identificarán entre paréntesis como Paz seguido por su correspondiente número página.
[3] Alonso, Mantín. Historia de la literatura mundial, Tomo I, Madrid: EDAF Ediciones, 1966, pág. 823. En adelante, las citas de este texto se identificarán entre paréntesis como Alonso seguido por su correspondiente número de página.
[4] Clavero, Bartolomé. Delito y pecado: Noción y escala de transgresiones, en: Sexo barroco y otras transgresiones premodernas, Madrid: Alianza Editorial, 1990, pág. 59. En lo siguiente las citas de este texto se identificarán como Sexo seguido por su correspondiente número de página
[5] Aquí concuerdo con Octavio Paz cuando dice que: «El poeta barroco quiere descubrir las relaciones secretas entre las cosas […] la transgresión barroca se ejerce sobre el objeto. […] el barroco es el arte de la metamorfosis del objeto. […] Las palabras ingenio y concepto definen a la poesía barroca […]. Las invenciones del ingenio son conceptos –metáforas y paradojas– que descubren las correspondencias secretas que unen a los seres y a las cosas entre ellos y consigo mismos». Paz, Octavio. Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, México: Fondo de Cultura Económica, 2004, págs. 79-80.
[6] Ver gráfica que se añade como anejo en la página 21 al final de este trabajo.
[7] Dictadas durante el verano de 1987 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo como parte del curso «Delito y pecado en la España del Barroco» y recogidas en el libro Sexo barroco y otras transgresiones premodernas, Madrid: Alianza Editorial, 1990.
[8] Una fuerte réplica a esta propuesta queda expuesta en la conferencia “Justicia penal y teatro barroco” de José Luis Bermejo Cabrero (recogida en Sexo Barroco y otras transgresiones premodernas) quien dice que «aunque haya algún fondo de verdad en la exposición de Maravall, no hay que olvidar la otra cara de la cuestión, con todos unos planteamientos en torno a la administración de justicia cumplidamente desarrollada, que no se compaginan con la pura aplicación de los esquemas del más extremado absolutismo».
[9] Las negritas son mías.
[10] Ramos Otero, Manuel. Invitación al polvo. Puerto Rico: Editorial Plaza Mayor, 2da edición, 1994. En adelante las citas se identificarán como Ramos seguido por el número de página dentro de paréntesis.
[11] Tanto este epígrafe los de los próximos apartados se toman de: López-Adorno, Pedro. Papiros de Babel: Antología de la poesía puertorriqueña en Nueva York. Puerto Rico: EDUPR, 1991, pág. 344. Las citas a este libro se identificarán como Lopéz-Adorno seguido por su correspondiente número de página entre paréntesis.
[12] González, Alfonso. Neobarroco y carnaval medieval en Palinuro de México, en: Hispania, Vol. 74, No.1 (Mar., 1991), pp. 45-49.
[13] Derrida, Jacques. Posiciones, España: Artes Gráficas Soler S.A., 1977, pág. 27.
[14] Sarduy, Severo. El barroco y el neobarroco, en: América Latina en su literatura, coordinación e introducción de César Fernández Moreno. México: Siglo XXI Editores, 1972, págs. 183.
[15] Gelpí, Juan. Literatura y paternalismo en Puerto Rico, Puerto Rico: EDUPR, 1994. En adelante Gelpí y se seguirá el mismo formato de citación que con los libros anteriores.
[16] En Manuel Ramos Otero el cuerpo juega el papel de elemento estabilizador y a la vez desestabilizador por lo que la contraposición entre casa y ciudad en Invitación al polvo no discurre como Bachelard sugiere en cuanto a una teorización del sujeto transeúnte. Ramos Otero sabía que esa estabilidad/desestabilización tenía que darse desde el cuerpo; esa primigenia casa móvil ante la cual la ciudad con sus ilusiones de libertad y desestabilización juega un pobre papel. Dirá el poeta: «Sigue ausente y pasajero al margen de tu verdad y / verás que la ciudad duplica todos tus miedos» (Ramos, 31).
[17] Tómese como ejemplo, entre otros casos, la ciudad de París. Inmediatamente se hace notable en qué términos se debe deambular. El transeúnte se encontrará, en no pocas ocasiones, moviéndose dentro de un espacio que determina su movilidad. La ciudad parece ser el resultado de estructuras radiales a modo de estrellas que, a su vez, con cada rayo dan origen al vértice radial de otras estrellas con otros rayos. Lo curioso es que si se identifican cuáles son esos puntos, vértices-radiales, el transeúnte encontrará monumentos (ritualizaciones y mitificaciones arquitectónicas) como manifestaciones omnipresentes de aquel «verbo de potencia infinita». Así al centro de París aparece la catedral de Notre-Dame, acompañada por el Palais de Justice, rodeados por el Siene, y a ambos lados del río, el D’Orsay y el Louvre con sus catálogos de medallas de honor y trofeos con que la historia y la tradición han conferido a los franceses de noble linaje. Qué tal St. Germain des Pres o el caso más meritorio de contemplación: el Arc de Triomphe. Si como dice el refrán: “todos los caminos conducen a Roma”, en París, “todas las avenidas conducen al Arc de Triomphe”.
[18] Con estos versos Ramos Otero da noticia de la conciencia con que asume el supuesto sujeto “transeúnte” que Juan Gelpí le adjudica a su escritura como parte de un afuera «(de la casa) del canon». Es desde la casa «del cuerpo que se enternece / con la eternidad del mar» y no desde «el exilio que es la gran ciudad» donde se da la génesis del nuevo verbo. Es el «cuerpo que se enternece / con la eternidad del mar» la única instancia de movilidad («así como el mar divaga») mientras que «desde una isla a otra isla» (Manhattan, Cuba, Puerto Rico) lo que se obtiene del «exilio en la gran ciudad», como «fuera (de la casa) del canon», es un sujeto reiteradamente aislado.
[19] Ramos Otero, Manuel. Concierto de metal para un recuerdo y otras orgías de soledad, Puerto Rico: Editorial Cultural, 1971, pág. 77.
[20] Barthes, Roland. El placer del texto y lección inaugural, Argentina: Siglo XXI Editores, 2003. En adelante se identificara este texto como Barthes y se seguirá el mismo formato de citación que con los otros.
[21] Ante este comentario de Roland Barthes habría que aclarar que luego de Mikhail Bakhtin se acepta con cierto consenso el hecho de que el lenguaje, en tanto tecnología comunicativa, es esencialmente dialógico puesto que toda emisión de un mensaje implícitamente conlleva un narratario como receptor del mismo. Aún así, si se considera la emisión de un mensaje como lo que Jhon Austin llamó actos perfomativos del habla se encontrará que Barthes no está del todo equivocado. En Bakhtin el término narratario se traduce en un tipo de destinatario: uno deseado. Ese destinatario deseado tendría que gozar de una inter-subjetividad en la que el emisor y el receptor consientan en la aceptación de «sistemas de reglas o convenciones no lingüísticas comúnmente aceptadas por una determinada comunidad, de los que dimanan ciertos requisitos exigibles a los agentes comunicativos, a modo de competencias para su actuación» (Lozano, Jorge. Análisis del discurso, España: Ediciones Cátedra, 2004, pág. 180). De no ser así resultaría lo que Austin llama un enunciado realizativo infortunado. En ese sentido el texto, en tanto reemplaza los “semina aeternitatis”, los “zopyra” y las nociones comunes, deja de ser un dialogo o, al menos, se vuelve islote en espera de visitas. Para Barthes el texto dirá incluso más allá de las intenciones de lo dicho por el autor.
[22] Vázquez Cruz, Carlos. Invitación al ceremonial: Cuando Manuel Ramos Otero, Miguel Náter e Isbáez se conocieron frente al espejo, en: La mirilla y la muralla: el estado crítico, Puerto Rico: Sótano Editores, 2009, págs. 145.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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