viernes, 2 de octubre de 2009

Del vértigo a lo subterráneo

Foto: Ángel Luis Garcia © 2007.

Del vértigo a lo subterráneo:
Materialidad en dos instancias como subversión del lenguaje.


Advertencia:
Quien aquí se dispone a entablar esta tentativa de comentario literario no es Jorge David Capiello-Ortiz como originalmente se había anunciado. A tal razón se hace la salvedad de que si bien es el Sr. Capiello quien leerá este comentario al libro Frutos Subterráneos de Alberto Martínez Márquez, lo que estarán escuchando es la lectura que el Copista Calisténico hiciera a tal poemario y al cual el Sr. Capiello accediera a leer en su ausencia. Como única credencial se argumentará que el susodicho Copista se inserta en una tradición a la que han pertenecido figuras como Bolaño, Faulkner y Henry Miller. El Copista Calisténico, para efectos de rigor literario, se desempeña (2007) como guardia de seguridad y que eso baste para facultar el siguiente análisis.
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Hecha la aclaración, antes de cualquier cosa, me gustaría dejar en claro los dos presupuestos desde donde parto para hacer esta crítica, comentario o más bien lectura al libro que esta noche nos ocupa. El primero es que desde siempre he asumido, en lo muy personal (y no redundo; reitero), di facto que: todo texto muy en primera instancia no es más que un pretexto. Y segundo que: todo comentario o crítica literaria no es más que una cuestión de gusto sostenida por un ludismo argumentativo bajo la pretensión de cierto rigor académico. Dicho lo anterior paso pues a lo que interesa para esta ocasión.
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Si bien por una parte el título Frutos Subterráneos pudiera estar aludiendo a la consabida promoción literaria del ’80 (y a la que el autor pertenece) por otra parte, más allá de cualquier nostálgica inmanencia que refiera a lo que Luis Raúl Albaladejo en 1987 llamó la Generación Soterrada[1], lo que se antoja, o más bien, lo que es del gusto de este servidor, será referir esta lectura a aquellos versos de Celaya que leen como siguen:
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Tal es mi poesía: Poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo,
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
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Una perceptible materialidad en estos versos de Celaya hace idóneo el título que Martínez Márquez muy acertadamente elige para su libro. Me refiero a esa materialidad a la que se alude con lo producido. Me refiero a la Poesía-herramienta, al obraje, lo artesanal; más específicamente, al no bello producto, a ese fruto no perfecto o como el autor prefiere llamar: subterráneo.
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Esa materialidad, más que un accidente gratificante, se muestra como resultado a conciencia si se toma en consideración que su obra ha sido publicada cronológicamente. Esto permite al lector la apreciación de una historicidad (como pudieran decir algunos marxistas); de que tal producto es el resultado de una progresión dentro del constante devenir siempre calisténico de la escritura como ejercicio. En palabras del mismo autor, se está “siempre luchando con algo o por algo, siempre en pugna, siempre experimentando e intentando llegar más allá de los limites”.[2] Esta progresión hacia una concepción material de la poesía no sólo se observa de las fechas que ubican en tiempo el momento de creación y publicación de los textos. Los títulos de sus dos libros evidencian esa toma de conciencia con respecto a lo que constituye la materia prima de su oficio. Las formas del vértigo resultantes de una experiencia con un lenguaje que se presenta inaprensible y los Frutos subterráneos de una economía lingüística que diluye el valor del producto para hacerlo, más que aprehensible, adquirible. Se trata pues de pasar del vértigo a lo subterráneo; de trabajar sobre el rico material de la palabra lo que a nuestro entender constituye dos instancias como subversión del lenguaje. Pero ¿por qué y en qué consiste tal subversión? Diría Barthes que, “el texto es (debería ser) esa persona audaz que muestra el trasero a su Padre Político”.[3] Pero ¿de qué manera muestra Alberto Martínez Márquez su trasero al Padre Político del lenguaje?
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Si aceptamos la propuesta de una concepción material, o sobre la materialidad del lenguaje, dicha concepción resultaría en no menos que una conciencia del oficio de escritor que ubique al producto de su quehacer en una relación de plusvalía con respecto al mismo. Es decir: el valor final del producto escapa a la voluntad del que produce o a la reciprocidad que supone el justo valor de su esfuerzo; o más bien, como poco, siempre se producirá más valor que lo que el obrero de la palabra obtiene de ésta. Ya Barthes comentaba sobre “un exceso del texto”; “lo que en él excede toda función (social) y todo funcionamiento (estructural)”;[4] un “lujo del lenguaje” al que se refiere como “riquezas excedentarias”.[5] De ahí que Alberto conciba su relación con el lenguaje como oficio de una constante pugna ante, y entre, Las formas del vértigo que adquieren y representan aquellas “riquezas excedentarias” y los Frutos subterráneos como dilución del valor del lenguaje en tanto producto y, ya en su carácter semiológico, como culturema.
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Las formas del vértigo no es el libro que en esta ocasión ponderamos pero si algo merece mencionarse es la marcada tendencia en el mismo hacia una metapoética que evidencie no sólo la pugna o deseo por entender las dinámicas y estructuras del lenguaje, sino que también evidencia ese plusvalor que le adjudicamos al mismo. Ejemplos del primer proceso: el de la pugna por hacer del lenguaje un espacio familiar a quien produce desde el mismo como materia prima, encontramos referencias que remiten por una parte a “las sirenas” en The Waste Land de T.S. Eliot, y que nos enloquecen con sus cantos, y por otra a las mujeres que, en este caso, “ya no hablan de Miguel Ángel”. Dirá el poema La tarde se pasea:
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los árboles del parque se masturban
cuando oyen las sirenas del sexo en plenilunio
la máscara bosteza tonel de gatos negros
disueltos en un maullido al unísono
las mujeres que pasan tienen sudadas las alas
y ya no hablan de Miguel Ángel
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El vértigo aquí aparece como parte de ese lenguaje inasible que escapa a reciprocar el valor que el poeta entiende justo con relación a su quehacer como productor. La subversión entonces se da como el resultado de una inmaterialidad que hace del lenguaje una nueva forma del vértigo en la que ya ni el hablar de Miguel Ángel, como en The Waste Land, desde la enajenación, despreocupadamente o desinteresadamente, logra diluir el valor o plusvalor del lenguaje como culturema de lo sublime o lo elevado. Igual pasa con la referencia que, en el poema En vísperas del día, el autor hace al mencionar a San Juan de la Cruz. El poema lee, “so pena de establecer el juego! / (San Juan de la Cruz deglute sus papeles junto a la puerta asechada)” como diciéndonos que tal juego no es más que, como titulara su libro la Dra. Luce Lopez Baralt, un Asedio[s] a lo indecible. O como se comentaba antes, un asedio a lo inasible del un lenguaje Materia inmaterial, como lleva por título el poema con que abre la última sección del libro: A Contraluz; un lenguaje que se muestra volátil y plurivalente o mejor dicho: plusvalente.
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En cuanto al segundo proceso: el de evidenciar precisamente el plusvalor que le adjudicamos al lenguaje, encontramos poemas como el que lleva por título José Lezama Lima. En él, la palabra aparece representada de la siguiente manera: “la palabra se multiplica / en diablejos vestidos de musas estériles”, y añade, “la noche y el poema son interminables”. Esa inagotabilidad (multiplicidad / interminabilidad) del lenguaje que establece una relación de plusvalía entre productor y su producto ya transluce desde el primer poema del libro y que lleva por título Poética. El mismo lee como sigue: “de un espejo de palabras / brota un dulce color de abismo”. En dicho poema tanto el espejo como la puerta, que en el poema En víspera del día aparece asechada, son tipo del papel en blanco que en su obrar enfrenta el escritor. Frente al mismo no queda más que reconocer esa plusvalía que lleva al poeta a versar lo siguiente: “un perro se recuesta en el espejo / y llora sin pulgas”. Si San Juan de la Cruz, por un lado, aparece deglutiendo sus papeles junto a la puerta asechada y nunca empuñada por la manija que abriera a una posibilidad de entrada o salida, en este último caso, el poeta, como servil perro del hortelano, es presentado incluso desposeído de sus pulgas.
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Ahora bien, queda aún por ver cómo el poeta Alberto Martínez Márquez hace gala de su nalgaje literario para, en un gesto de subversión, asumir una materialidad del lenguaje que le permita, como dijera Barthes, mostrar con audacia su trasero al Padre Político del lenguaje. Es cuando Frutos subterráneos aparece para el poeta como opción y nuevo posicionamiento frente a un quehacer que, como comenta En el mal día, aforismo con que cierra Las formas del vértigo, “hoy [le tiene] calvo el pensamiento”.
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Frente a ese pensamiento calvo producto de Las formas del vértigo, ahora el poeta muestra el hirsuto trasero de sus Frutos subterráneos. Tan pronto como comienza el libro, una nueva materialidad se ensaya como subversión y gesto por diluir el lenguaje poético (y la poesía misma) como culturema de lo elevado e inasible. Ya no aparecen los enloquecedores cantos de las sirenas, ni las conversaciones sobre Miguel Ángel; la palabra ya no se multiplica, ni mucho menos “la noche y el poema son interminables”. El lenguaje ahora aparecerá en el primer poema como “susurro tribal de madera” como diciendo que la palabra no tiene más valor que el que el poeta dicta con el ritmo de su puño. Así el lenguaje que antes era Materia inmaterial ahora es materia en espera de la mano del poeta para ser percutida sobre el papel. El poema lee:
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no conozco otra cosa
aquí
en la intermitencia
que
el susurro tribal de madera
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En 3 (Estudio interior), tercer poema de estos frutos no perfectos como dijera Celaya, o Frutos subterráneos, como les llama el autor, ya no hay vértigo; al menos como aquella inaprensibilidad de lo inmaterial del lenguaje. El autor parece concebir un nuevo lenguaje o actitud ante el mismo; una nueva materia sobre la cual ejercer oficio. Dirá la voz del nuevo sujeto lírico:
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La soga extraviada cae
sin vértigo a lo alto
suerte de vectación
suerte de tigre blanco
suerte de comienzo
patio anfibio en el tapiz
de la sospecha
[…]
porque todo color
tiene su fuga
su debida proporción
en otra parte
del hecho al cuchitril
va una larga cadena
de desvelos posibles
por donde el alma pulula sin fondo
oh
qué liviano es todo esto
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Una nueva materialidad es asumida con respecto al lenguaje como materia prima. Entre todos los “desvelos posibles”, antes vistos como formas del vértigo, ahora todo es liviano, se pasa “sin vértigo”, “del hecho al cuchitril” como quien pasa de la metalurgia a la orfebrería; es decir: del arte a la artesanía. Si como versaba José María Lima, “cada toro [tiene asignada] su España”, desde “el tapiz de la sospecha”, “todo color tiene su fuga / su debida proporción”. Es decir: le llego su sábado a la poesía. En otras palabras: se diluye la desproporción del plusvalor que antes sumía al poeta en Las formas del vértigo. La palabra como materia ya no es misterio sino disciplina y oficio casi al modo de las castas o gremios. Por tal razón no es sorpresivo encontrar un poema como el titulado Leyendo un poema del surrealista chileno Braulio Arenas a las 2:17 de la mañana donde el poeta pregunta al maestro artesano:
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dígame Sr. Arenas
cómo le extirpa el sueño
a un pájaro que se abate
en el fondo del papel?

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Ahora el vértigo se presenta en el poema titulado La crónica como género urbano, ya no como lo inasible, sino como un nuevo producto y por lo tanto como materialidad deliberadamente maleable; manipulable. De hecho, aquí desaparece del panorama aquella elevada postura del poeta como creador para dar paso al constructor. El poema dice, “deliberadamente piernas cabezas y manos / construyen su vértigo rudimentario / sobre la lluvia en fiebre de pájaros sin cuerpos”. Incluso, tal materialidad llega al punto de plantear la palabra como bien mercadeable dentro de un proceso que llene las necesidades, por que no, materiales. Tal es la propuesta del poema La locura del uso, que ya desde su título refiere a la manipulación material de la palabra o el lenguaje como bien y producto de consumo. El poema lee: “por mis palabras / corre una cadena / que me quita el hambre”. En el afán por diluir la palabra como signo de lo elevado hasta llevarla al rango de materia, el poeta someterá el lenguaje incluso a leyes que apliquen a la física. Así aparece en Teoría del movimiento antes de ser efectuado la ecuación de “(E=MC2)”. Juegos con el espacio tendrán que observarse dado que la materia ocupa espacio y un ejemplo de esto lo es el pictograma que encontramos en el poema Espejos simulados o el acomodo de los versos en poemas como Virtualidades y 13 (Cuerpo sin término cuerpo) donde el lenguaje es desintegrado en partículas materiales como unidades básicas de un andamiaje puramente material y estructural. El vértigo en estos poemas no es más que un Fruto subterráneo. Todo incluyendo el vértigo o la misma inmaterialidad del vació pueden ser manipuladas; confeccionadas. La voz del nuevo sujeto lírico dirá en el poema Cosmogonía que: “atisbo en / la oquedad del aire / el principio del mundo”.
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En este punto deseo destacar algo que me ha parecido de suma importancia. Esto es el hecho de que si la materialidad en este texto responde a la propuesta de una dilución del lenguaje como culturema o, como decíamos antes, de reducir la desproporción que se establece en la relación del poeta con respecto a su obra como una marcada por el plusvalor, dicha dilución tiene que incluso llegar al punto de producir un creador o más bien artesano del lenguaje que se conciba como tal. Y la realidad es que en este punto el artesano no decepciona. El mejor perfil de su trasero, siendo consecuentes con la propuesta de Barthes sobre el texto, lo encontramos en el poema Epitafio para un egregio cultivador de la poesía pura. Este nos dice:
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aquí yacen los restos del poeta
aquel cuyo único antídoto
contra las malas influencias
a sido el de no escribir
absolutamente nada.
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Quien crea en la generación espontánea del genio o en los sombreros que escupen conejos y no en la poesía como fruto subterráneo que se dedique a la alquimia. De lo contrario, no queda más que decir por parte de este escriba advenedizo que responde al mote de Copista Calisténico sólo una cosa. Bonito trasero Alberto. Para este servidor a sido todo un gusto poder encontrar un texto que se preste sin reparos a mis caprichos como lector. Como dije en principio: todo texto, un pretexto; toda lectura: sólo una cuestión de gusto. Aquí les va el mío.


Notas:

[1] Luis Raul Albaladejo, La Generación Soterrada, Claridad, 10-16 de Julio de 1987/Suplemento en Rojo, p. 14.
[2] Mario Alegre Barrios. Cazador de signos, El Nuevo Día, 7 de octubre de 2007, págs. 106-108.
[3] Barthes, Roland. El placer del texto y lección inaugural, Argentina: Siglo XXI Editores, 2003. pág. 85.
[4] Op. Cit. pág. 33.
[5] Op. Cit. pág. 39.

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