Para quienes no conozcan la anécdota, o la recuerden por la mención que el amigo Minucius Generikus hiciera de la misma en cierto momento, este es el cuento que le mereciera al Copista el más que gratificante calificativo de “PUERCO” por parte del profe Edgardo Rodríguez Juliá. Que lo disfruten (especialmente quienes hacen juicios valorativos morales sobre cuestiones estéticas o literarias).
“El Dragón”
“La mujer no es un sueño de Dios,
sino del hombre,
[...] y este destierro donde amamos
y somos vencidos...”
Julio César Pol
“Lo que es igual no es ventaja”
Proverbio popular
-Ahj..., hum..., hum...
Ahj. Ahj. Ahj...
Huuummmmmmm...-
Ahj. Ahj. Ahj...
Huuummmmmmm...-
Con cada segundo que pasaba, sus uñas se iban enterrando cada vez más y con más fuerza contra el mattress que, con el pretexto de la temperatura, ambos habían arrastrado hasta el medio de la terraza. El sudor que con desespero producían, se les acumulaba en las espaldas así como alrededor de las bocas y los ojos, lo que por momentos se veía interrumpido por alguna mano torpe y ligera. Parecía como si al unirse los cuerpos, todo el líquido que se lleva por dentro quisiera reventar en charcos de deseo. El ardor que producía en los ojos el sudor, y la luz que del sol en ocasiones se colaba con la brisa por entre las ramas de los árboles, en ella lograban la sensación de alucinantes episodios de desvarío. Él, al notar el delirio en su mirada, y cómo se amontonaba entre los pechos de ella el sudor que de su mentón caía, aceleraba a contratiempos el ritmo de su sublime ritual de victimario. Mientras tanto, el mattress ronroneaba cada vez más fuerte con el pasear de las uñas de Indira sobre él.
–No te detengas…sigue, sí... – susurraba Indira mientras la ausencia de aliento a causa de su irregular respiración, terminaba por asfixiar todo intento de comunicación mediada por palabras. Él sólo tragaba y escupía aire caliente con más prisa en cada bocanada.
Sergio siempre había tenido ese aire dentro de sí y no fue hasta los trece que esperó para lanzar hacia fuera todo ese fuego que en él ardía. Desde entonces era todo un dragón y esperaba siempre con ansias el descuido de alguna virgen que se rindiera en sacrificio. Así era cómo recordaba él su momento perfecto: el olor a miedo entre las sábanas, el sabor de lo presto por conocer, el aire cargado de las ansias y el vapor de los cuerpos, y al final, luego del sudor y el delirio, un cuerpo yaciente que sangra por la herida que lo proclama vencedor.
Leda había sido la primera en caer. Tendría algunos quince, pues era casi dos años mayor que él. En adelante su relación con Sergio sería una de lazos muy fuertes, una amistad rodeada de privilegios y, más que por caprichos, una relación determinada por la legitimidad de sus necesidades. A través de Leda, Sergio había conocido a Indira y, con el paso del tiempo, a todo el círculo de sus amigas. Ya para los veintiuno todas habían conocido también a Sergio y, con él, al dragón que lo habitaba.
–¿Qué dirá Leda cuando sepa que estuvimos juntos?– preguntaba Indira -¿no piensas en eso?- continuaba diciendo en un bajo tono de voz mientras se paseaba desnuda por la terraza cubriendo sus senos con las manos.
–¿Sobre qué?– contestaba Sergio con otra pregunta como restándole importancia a aquel encuentro. –Dirá lo de siempre, no sé, siempre le he sido honesto. Ella sabe que entre nosotros no hay un compromiso.
–¿Eso piensas?– añadía Indira.
–Sí… eso creo. Le cuento todo y, sobre tener relaciones, ella misma dice que para que le pase con otro, que le pase conmigo que soy su mejor amigo. Además, a nadie se le hace más daño que el que uno permite que le hagan.
–Somos buenas amigas... – comentaba Indira en el mismo bajo tono de voz que antes, pero ahora como en busca de una reacción en particular.
–Nosotros también lo somos – contestaba Sergio con espantosa naturalidad –Por eso compartimos de la forma en que lo hacemos.
En respuesta a esa contestación Indira reaccionaba con aparente conformidad y calma, lo que a Sergio no parecía inquietarle mucho pues como era de esperarse, según él, Indira quedaba del todo complacida.
Indira había sido la última en caer ante el dragón y él, como de costumbre, iría a celebrarlo junto a sus amigos. Lo de “dragón” se lo habían puesto ellos como apodo; y con ellos acostumbraba reunirse para hablarles al detalle de sus hazañas como hombre y de lo bueno que era en eso. Sobre estas reuniones se construían fantasías, se creaban expectativas y se alimentaban egos voraces sobre los cuales a su vez se iban gestando los sucesores del “dragón”. Fue en una de esas reuniones de hombres que salió de su propia boca, la idea de tatuarse un dragón en los genitales. Sí, “en los güebos”, como decía él mientras se agarraba la entrepierna.
–¿En dónde dijiste?– preguntaba Eugenio sin saber aún qué tono ponerle a su pregunta.
–¡Ahí!– contestaba Sergio.
–¿Pero este diablo de hombre está loco?– preguntaba Eugenio como para sí mismo conociendo ya la contestación.
Eugenio conocía cosas de Sergio que nadie más conocía. Habían sido amigos desde la intermedia y cuando no le ayudaba a Sergio como alcahuete en algunas de sus conquistas, al menos ocultaba algún secreto haciéndose cómplice de éste de todas maneras. Entre algunas de las cosas que Eugenio conocía de Sergio, y que incluso era de naturaleza un tanto perturbadora, había una que tomaba matices realmente inquietantes. Esto era el particular apetito de éste por las vírgenes. Todas y cada una de las muchachas con las que había estado y frecuentaba, habían llegado impúberes a sus manos. Leda, Dina, Tamar, Indira; todas... todas eran vírgenes. Sergio conocía todo acerca de cada una de ellas, y muy en especial, los días en que llegaría la regla. Así que acostumbraba frecuentarlas durante su periodo de menstruación; era tras el olor de la sangre que el dragón llegaba ante el altar del sacrificio, y al ver ensangrentadas las sábanas fantaseaba con la idea de haber tomado a otra virgen.
–¿Tienes una idea de lo doloroso que es tatuarse precisamente ahí?– preguntaba Eugenio –Es el área más sensible de todo el cuerpo – reponía.
–Sí, lo sé.– decía Sergio sin darle mayor importancia al asunto.
–Pero ¿tú estás loco?– preguntaba Eugenio sin saber aún si pasar de la duda al asombro.
–No, no estoy loco. Total, Leda tiene un cisne tatuado en la cadera y si un hombre se va a tatuar, que se tatúe donde lo tiene que hacer.
Ya decidido, comenzaba el proceso que tomaría varios días. Al llegar al estudio, en éste se hacía notable un fuerte olor a desinfectante, lo que por asociación creaba la impresión y el miedo que se tiene cuando de niño se visita un hospital por primera vez. Era un olor que, más que a limpieza, daba la sensación de mucho por limpiar. Todo estaba pintado de negro y como por sobre las paredes de una galería gótica desfilaban diseños de todo tipo de demonios, símbolos tribales y mujeres desnudas. La música era ensordecedora; y si algo positivo tuviera que decirse, era que esto eliminaba la posibilidad de la ansiedad que pudiera crear el escuchar algún grito. Sencillamente el lugar se hacía perfecto para una misa negra.
Quien tatuaría a Sergio surgía de entre la nada de la pintura negra de las paredes y la oscuridad del pasillo que daba hacia el fondo del estudio. Este vestía sólo un mahón negro ajustado que se hacía una pieza con sus botas y por camisa llevaba una oscura capa de tinta entallada a la epidermis que le cubría desde el cuello hasta las muñecas. Las agujas y la tinta estaban listas y, más allá de lo artístico, el sudor y la sangre esperaban erguidos la más que artística, erótica mutilación de un cuerpo. Las agujas se deslizaban a dentelladas sobre la rígida piel dejando rastros de tinta y sangre, sobre quien rastros de sangre acostumbraba dejar. De cada punzada brotaban negras y sangrantes escamas que, unidas en oscuro mosaico, daban paso al nacimiento del dragón. Todo el fuego que ardía dentro de él parecía arderle ahora sobre la piel, y en la medida en que la sangre corría crecía un dragón sediento de ella.
–No te detengas…sigue, sí... – susurraba Indira mientras la ausencia de aliento a causa de su irregular respiración, terminaba por asfixiar todo intento de comunicación mediada por palabras. Él sólo tragaba y escupía aire caliente con más prisa en cada bocanada.
Sergio siempre había tenido ese aire dentro de sí y no fue hasta los trece que esperó para lanzar hacia fuera todo ese fuego que en él ardía. Desde entonces era todo un dragón y esperaba siempre con ansias el descuido de alguna virgen que se rindiera en sacrificio. Así era cómo recordaba él su momento perfecto: el olor a miedo entre las sábanas, el sabor de lo presto por conocer, el aire cargado de las ansias y el vapor de los cuerpos, y al final, luego del sudor y el delirio, un cuerpo yaciente que sangra por la herida que lo proclama vencedor.
Leda había sido la primera en caer. Tendría algunos quince, pues era casi dos años mayor que él. En adelante su relación con Sergio sería una de lazos muy fuertes, una amistad rodeada de privilegios y, más que por caprichos, una relación determinada por la legitimidad de sus necesidades. A través de Leda, Sergio había conocido a Indira y, con el paso del tiempo, a todo el círculo de sus amigas. Ya para los veintiuno todas habían conocido también a Sergio y, con él, al dragón que lo habitaba.
–¿Qué dirá Leda cuando sepa que estuvimos juntos?– preguntaba Indira -¿no piensas en eso?- continuaba diciendo en un bajo tono de voz mientras se paseaba desnuda por la terraza cubriendo sus senos con las manos.
–¿Sobre qué?– contestaba Sergio con otra pregunta como restándole importancia a aquel encuentro. –Dirá lo de siempre, no sé, siempre le he sido honesto. Ella sabe que entre nosotros no hay un compromiso.
–¿Eso piensas?– añadía Indira.
–Sí… eso creo. Le cuento todo y, sobre tener relaciones, ella misma dice que para que le pase con otro, que le pase conmigo que soy su mejor amigo. Además, a nadie se le hace más daño que el que uno permite que le hagan.
–Somos buenas amigas... – comentaba Indira en el mismo bajo tono de voz que antes, pero ahora como en busca de una reacción en particular.
–Nosotros también lo somos – contestaba Sergio con espantosa naturalidad –Por eso compartimos de la forma en que lo hacemos.
En respuesta a esa contestación Indira reaccionaba con aparente conformidad y calma, lo que a Sergio no parecía inquietarle mucho pues como era de esperarse, según él, Indira quedaba del todo complacida.
Indira había sido la última en caer ante el dragón y él, como de costumbre, iría a celebrarlo junto a sus amigos. Lo de “dragón” se lo habían puesto ellos como apodo; y con ellos acostumbraba reunirse para hablarles al detalle de sus hazañas como hombre y de lo bueno que era en eso. Sobre estas reuniones se construían fantasías, se creaban expectativas y se alimentaban egos voraces sobre los cuales a su vez se iban gestando los sucesores del “dragón”. Fue en una de esas reuniones de hombres que salió de su propia boca, la idea de tatuarse un dragón en los genitales. Sí, “en los güebos”, como decía él mientras se agarraba la entrepierna.
–¿En dónde dijiste?– preguntaba Eugenio sin saber aún qué tono ponerle a su pregunta.
–¡Ahí!– contestaba Sergio.
–¿Pero este diablo de hombre está loco?– preguntaba Eugenio como para sí mismo conociendo ya la contestación.
Eugenio conocía cosas de Sergio que nadie más conocía. Habían sido amigos desde la intermedia y cuando no le ayudaba a Sergio como alcahuete en algunas de sus conquistas, al menos ocultaba algún secreto haciéndose cómplice de éste de todas maneras. Entre algunas de las cosas que Eugenio conocía de Sergio, y que incluso era de naturaleza un tanto perturbadora, había una que tomaba matices realmente inquietantes. Esto era el particular apetito de éste por las vírgenes. Todas y cada una de las muchachas con las que había estado y frecuentaba, habían llegado impúberes a sus manos. Leda, Dina, Tamar, Indira; todas... todas eran vírgenes. Sergio conocía todo acerca de cada una de ellas, y muy en especial, los días en que llegaría la regla. Así que acostumbraba frecuentarlas durante su periodo de menstruación; era tras el olor de la sangre que el dragón llegaba ante el altar del sacrificio, y al ver ensangrentadas las sábanas fantaseaba con la idea de haber tomado a otra virgen.
–¿Tienes una idea de lo doloroso que es tatuarse precisamente ahí?– preguntaba Eugenio –Es el área más sensible de todo el cuerpo – reponía.
–Sí, lo sé.– decía Sergio sin darle mayor importancia al asunto.
–Pero ¿tú estás loco?– preguntaba Eugenio sin saber aún si pasar de la duda al asombro.
–No, no estoy loco. Total, Leda tiene un cisne tatuado en la cadera y si un hombre se va a tatuar, que se tatúe donde lo tiene que hacer.
Ya decidido, comenzaba el proceso que tomaría varios días. Al llegar al estudio, en éste se hacía notable un fuerte olor a desinfectante, lo que por asociación creaba la impresión y el miedo que se tiene cuando de niño se visita un hospital por primera vez. Era un olor que, más que a limpieza, daba la sensación de mucho por limpiar. Todo estaba pintado de negro y como por sobre las paredes de una galería gótica desfilaban diseños de todo tipo de demonios, símbolos tribales y mujeres desnudas. La música era ensordecedora; y si algo positivo tuviera que decirse, era que esto eliminaba la posibilidad de la ansiedad que pudiera crear el escuchar algún grito. Sencillamente el lugar se hacía perfecto para una misa negra.
Quien tatuaría a Sergio surgía de entre la nada de la pintura negra de las paredes y la oscuridad del pasillo que daba hacia el fondo del estudio. Este vestía sólo un mahón negro ajustado que se hacía una pieza con sus botas y por camisa llevaba una oscura capa de tinta entallada a la epidermis que le cubría desde el cuello hasta las muñecas. Las agujas y la tinta estaban listas y, más allá de lo artístico, el sudor y la sangre esperaban erguidos la más que artística, erótica mutilación de un cuerpo. Las agujas se deslizaban a dentelladas sobre la rígida piel dejando rastros de tinta y sangre, sobre quien rastros de sangre acostumbraba dejar. De cada punzada brotaban negras y sangrantes escamas que, unidas en oscuro mosaico, daban paso al nacimiento del dragón. Todo el fuego que ardía dentro de él parecía arderle ahora sobre la piel, y en la medida en que la sangre corría crecía un dragón sediento de ella.
.
La marca de la bestia por fin había sido completada. Primero fueron las líneas, luego los colores y finalmente, lo no previsto por Sergio, la larga espera sin víctimas para el dragón en lo que éste sanaba de su temporal deformidad a causa de las agujas. En ese tiempo, las horas se hacían más lentas y el dragón esperaba intranquilo al momento en que pudiera poner en acción su nueva bandera de hombría. Este tenía que esperar un mes antes de volver a oler la sangre y la indefensión de sus víctimas sobre las sábanas. Y seguramente las muchachas estarían, según él, esperando su venida. Mientras tanto sólo tendría que esperar y rogarle a Dios que aquella hinchazón que parecía eterna, se fuera de una buena vez.
Durante esos días, las muchachas comenzaron a ser vistas juntas de nuevo, algo que hacía tiempo no ocurría. Estas, durante las tardes, ya caída la noche, se reunían bajo los enormes sombrillones verdes de un negocio al aire libre llamado Las Cuatro Estaciones. Ahí tomaban café y hablaban de sus cosas como suelen hacer las mujeres. Reían y compartían como si entre ellas no hubiera nada que fuera a poner en riesgo esa amistad que sobrepasaba los años, los miedos, los egoísmos y hasta los secretos, que en cualquiera de los casos, habían dejado de serlo.
Eugenio, que una de esas tardes caminaba cerca del lugar en donde las muchachas se reunían, veía cómo esta situación podría ser de alguna manera perjudicial para su buen amigo Sergio y se dirigía a casa de éste para informarle de lo que sus ojos habían visto. Al llegar a casa de Sergio, éste se encontraba en muy mal estado. La hinchazón no bajaba y el área se le había resecado provocando que la piel se le cuarteara sangrando en algunos momentos. El ardor era desesperante; el fuego del dragón lo estaba atormentando.
Días después, como de costumbre, las muchachas tomaban café y hablaban libres, soberanas y tropicales, con la misma naturalidad y alegría con que siempre lo habían hecho. Hablaban; y mientras lo hacían se movían y reían a la vez que tocaban sus cuerpos. Tamar se agarraba las caderas y paraba los labios de forma sensual. Igualmente, Dina tocaba y presionaba contra sí sus pechos y tomaba una actitud erótica mientras las demás se reían y hacían ruidos extraños con sus bocas. Bromeaban y hacían gestos y movimientos de connotación sexual.
–Así, papi, así –decía Tamar de forma burlona mientras todas reían –. Soy toda tuya; estoy indefensa ante ti – añadía con el mismo tono.
–¡Eres una maldita!– decía Leda entre carcajadas. –El pobre imbécil se creía tan macho – reponía.
–Ahj, Ahj, Ahj, Hummmm... – gemía Indira cuando abruptamente todas reventaban en una carcajada contagiosa que no podían contener.
–¿Y la idea del dragón? – preguntaba Dina entre carcajadas.
–¡A mí no me mires! – exclamaba Leda. –La idea fue de Indira.
Eugenio pasaba por el lugar y veía cómo se divertían las muchachas mientras su amigo Sergio, en su casa, al rascarse literalmente se traía en cada mano puñados de escamas. Leda lo veía a lo lejos y entre risas miraba a los ojos de sus amigas y les decía:
–Muchachas; y hablando de todo un poco, ¿qué les parece Eugenio?
12 comentarios:
Querido copista:
Me parece un ingenioso relato al que no le encuentro asociación con un lechón ni con la varita... bueno, quizás con lo último sí.
En fin, buena historia, largota
para mi gusto, pero como todo lo
que escribes... muy original.
Cariños,
una admiradora de las chicas
de este novelón. YES!!!
jajajajaja
Judy,
Dicen que el pez muere por la boca y el Copista dice que el "LECHON" por su propia vara. Ya te extrañábamos por estos espacios non gratos.
Un abrazote,
C@py
llevo metiéndome en tu blog hace algunas semanas, no más. averiguando los archivos. te saludo desde acá. tus poesías siempre me han gustado. este cuento, no (y me pregunto por qué te comento en el que no me gusta, y no en los que me gustan, no sé). La historia es ingeniosa, divertida. Pero hay algo en la redacción que la hace cojear. como si las oraciones estuviesen mal acomodadas. tal vez si se editara, y se re-escribieran parte, sería buenísimo.
saludos desde san lorenzo,
y disculpa por sólo comentar en el que no me gusta, jeje.
Maelo,
Un aplauso uberrimo para ti. Ya comenzaba a preocuparme pero tu has notado lo que hace mucho esperaba que otros muchos notaran. "La literatura cojea" y eres el primero en notarlo, al menos en este espacio dedicado a los bastones.
Un abrazo,
C@py
Hombre, esto está genial.
Un aplauso para usted.
Don Mingo,
Gracias por la visita... los aplausos los dejamos para el Cabaret.
Un abrazo,
El Copista
Me gustó, me gustó. Aunque tal vez hubiera preferido saber si al final se le caería el dragón o se recuperaría después de una buena dotación de vitacilina. Como sea, concuerdo en que la redacción tiene un pierna más larga que la otra, en especial en cuanto al uso de guiones; una vez domines esto todo se verá más bonito.
Saludos mexicanos.
Saludos Eddy,
Gracias por detenerte en la casa del Copista por unos minutos. Igual gracias por el comment; habrá que darle Viagra al Dragón para que nivele la patita. Siempre es útil un ojo que haga crecer al Dragón.
Un abrazototote carnal,
El Copista
Jorge David:
Eres un excelente narrador. Me gustas más como prosista que como poeta.
Enhorabuena.
Anónimo,
Gracias por el comentario. Al Copista le es grato ver que la excelencia sólo sea una cuestión de gusto. La parte aburrida se la dejamos a los "PhD readers".
Un gustoso abrazo,
C@py
Un saludo acre de un anacoreta; si es que sabes lo que es...
✋Saludos Copista tu historia estubo nitida.
- Un abrazo Hno. te amo.
Publicar un comentario