viernes, 23 de enero de 2009

RESEÑA: La mala educación del Copista Calisténico por Francisco Font Acevedo



Tomado de: Legión Miope
Enero 19, 2009 por elmiopemayor

Por Francisco Font Acevedo


Casquillos (Aventis, 2008) de J.D. Capiello-Ortiz, alias el Copista Calisténico, ejerció una doble seducción para el severo lector que habitualmente soy. Mi primera lectura, por fuerza superficial, desarmó la seriedad cetácea que generalmente asumo ante el discurso poético. Para mi desconcierto y gozo, aprecié el tono de desparpajo, su decir ocurrente y maleducado (sin pleitesías con nadie ni consigo mismo) y la fluida legibilidad de su discurso. Mi segunda lectura, más detenida y concienzuda, no pudo menos que admirarse de la inteligencia de su estructura y de la coherencia de su propuesta poética. Así gozo y aprecio intelectual se fundieron para trabar una grata y sustantiva experiencia de lectura. Esta razón me ha bastado para querer compartir algunos apuntes de lectura que, aunque el texto a continuación lo desdiga, tuvo un matiz primordialmente gastronómico.Al que lea, buen provecho. Y al que abandone el texto, puede mirarse en el siguiente “Espejo”: “La arrogancia de unos / no es más que un reflejo al negativo / donde se proyectan las miserias / y el ego herido de otros” (pág. 55). Una cortesía del Copista Calisténico.

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En el prólogo de Casquillos, Federico Irizarry Natal señala con acierto que en su conjunto los textos de este poemario pueden leerse como “una suerte de bitácora de viaje”. El tropo del viaje, común en la poesía y la literatura en general, en Casquillos toma la forma de una bitácora integrada por textos cortos, tributarios de la poesía minimalista. Lo particular es que en ésta no se consigna el gesto de un hablante poético que busca fundar su voz y su experiencia, propio del diarismo o la poesía lírica. El viaje no es introspectivo, sino desenfadadamente extrovertido, a lo largo del cual el hablante poético denominado como el Copista Calisténico (CC), cual un bufón deslenguado, consigna su lectura, casi siempre burlona, de diversos textos culturales. Las escalas de este viaje transtextual son: el Parnaso de ciertas tradiciones literarias (la sección denominada “Homenajes”); la utilería poética y cultural (denominada “Gadgets”), y cierto mausoleo honorable (“A for Ismos”), donde se asumen paródicamente algunos metarrelatos culturales que sobreviven en la actualidad.Estas tres escalas del viaje del CC están antecedidas por un prolegómeno titulado “Tríp(tico)” conformado por tres poemas. En éstos el hablante poético sintetiza lo que leo como un contrato de lectura que anuncia al lector los motivos medulares y más recurrentes en las siguientes etapas del viaje. En “[ ]oda a la crítica”, el CC, con ademán irrespetuoso, no canta a la crítica, sino que la infantiliza al recordarle los criterios caprichosos del gusto (“malo y feo”) aprendidos en la niñez. Con esto, como bien destaca Irizarry Natal, la oda se transmuta en joda y se desincentiva la pereza crítica que se arrima demasiado a las veleidades de un presunto “buen gusto”. En “Homo ludens”, el CC explicita su voluntad lúdica y, discursivamente, mediante la inversión de un dicho popular (ponerle el cascabel al gato), anuncia la intención carnavalesca de arrugar la almidonada gravedad adscrita a los discursos culturales. El último texto “Aforismo”, mediante el paralelismo del “a -” (”Normal, a - normal”) anuncia lo que prospectivamente será la culminación del texto, esto es, la diseminación paródica y entrópica de varias ideologías culturales y cualquier asomo de estética vanguardista. Leo, pues, los textos de “Tríp(tico)” como una metonimia del resto del poemario. Basta leerlos para cerrar el libro o para entusiasmarse a proseguir. Con esta degustación inicial, especie de aperitivo del buffet que le sigue, se previene al lector, sucesivamente, del desdén del CC por la honorabilidad que presuntamente otorga la crítica veleidosa, del tono lúdico que anima su viaje de lectura y del afán, bajo la máscara de bufón, de decir ”impropiedades” sobre varios discursos culturales anquilosados.

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“Homenajes”, la segunda sección de Casquillos, está construido como un diálogo con varias tradiciones literarias. El lector puede dar por seguro que no hallará en estos homenajes placas conmemorativas ni arreglos florales. Decididamente intertextual, la estrategia del CC es la del saqueador impune. Los textos están animados por el juego, el chiste bufo, muchas veces la pulla alevosa. Baste como ejemplo, para quienes conocen el ícono riopedrense del Che Meléndez y su consabido antiacademicismo, el texto “The(saurus) Rex”: “¡Che! / Qué chiquita / te queda la academia” (pág. 24). O esta desaturación etílica del gravoso Vallejo de “Los heraldos negros” titulado “Black Labels”: “Hay lunes en la vida, tan fuertes… / Yo no sé” (pág. 25). Sin eludir la autoparodia, el CC rinde otros sabrosos y equívocos homenajes a sus partners in crime (los escritores surgidos de la revista El Sótano 00931), así como a las figuras de Iván Silén, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Luis Palés Matos, Kobayashi Issa, José Luis González, entre otros. De esta forma, el CC produce una relectura desoxidada de las diversas tradiciones representadas por éstos y, hasta cierto punto, anuncia el fin de su aprendizaje poético. Esto último lo leo particularmente en los micropoemas “Selección Múltiple” y “Selección Múltiple II”, en los cuales el texto adopta la estructura de ese ejercicio de examen y el hablante poético, invariablemente, selecciona “todas las anteriores”.

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En “Gadgets” el CC apunta y dispara su verbo contra la utilería literaria que activa los resortes del sistema literario y el contexto cultural en que se produce. Como en “Homenajes”, domina un tono desenfadado. Sin melindres, lo mismo subraya el carácter mercantil del libro –“aquí sólo vendemos literatura / el prestigio / se lo dejamos a la academia” (pág. 35)– que ridiculiza la intelectualidad académica como un hallazgo arqueológico en “Carbono 14”. En esta parte se discierne, además, un gusto por desarticular nociones neorrománticas de la poesía mediante la interposición de imágenes prosaicas. De ahí que la poesía sea una “rasuradora eléctrica / de quien intenta cortarse las venas” (pág. 36) o que, en respuesta a los versos líricos de Julio César Pol (“Tus senos son la poesía / todo lo demás es cuento”), sugiera explorar “las posibilidades / de ponernos prosaicos” (pág. 50), versos que se leen como burdo convite erótico y resignificación del poema lírico como artefacto antipoético. Cónsono con este “despropósito”, el CC disemina un puñado de textos donde revela una actitud escéptica hacia el amor (como crianza de cuervos en “Te sacarán los ojos”, pág. 44) que se cristaliza en cinismo erótico, como en el poema “Vitae Mortem Ludens”: “Por ti muero / en ti me entierro / para ti… / todo un sementerio” (pág. 46). Así el discurso intimista, propio de la lírica, se desarticula y deviene artificio lúdico en manos del hablante poético, cuya subjetividad es una especie de trompe d’oeil de cartón piedra, el escenario para activar un maleducado decir ventrílocuo. Si, como indica en el poema “¡Pst…! ¡Poetas!” las alternativas son “ser un pequeño dios” a lo Huidobro “o un grandísimo demonio” que todo lo subvierte, ya sabemos que el CC no anda armado con un revólver, como sugiere el título Casquillos, sino con un tridente.

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“A for Ismos”, la última sección del poemario, constituye el destino último del viaje de lectura del CC. Habiendo pasado por los homenajes paródicos y la desacralización antipoética de la literatura, el arte y sus mecanismos de significación, el CC apunta su tridente hacia las ruinas de ciertas vanguardias culturales e ideológicas. Materialismo histórico, feminismo, posmodernismo, capitalismo, idealismo, todo lo que huela a solemnidad y grandilocuencia es desflecado por el travestismo jodedor del hablante poético. Ningún muñeco queda con cabeza, ni siquiera el mismo CC. Así lo leo en “MinimalIsmo”, donde parodia su propio discurso e ironiza sobre el posible destino de Casquillos: “Un texto / que es tan pequeño / que cabe en cualquier zafacón” (pág. 73). Es justamente en esta última sección donde muestra con mayor claridad su ars poética: “Un gatillero no es / quien deja casquillos sobre el suelo, / sino quien entiende / que sólo se aprieta el gatillo” (pág. 74). En esta metáfora del poeta como gatillero, el CC hace patente que la poesía, como todo texto literario, es en realidad una coproducción de significados en connivencia con el lector. El poeta dispara y el lector traza y significa la dirección del proyectil. Pero incluso este tácito contrato de todo texto se subvierte con el final abierto del libro: una invitación al lector a escribir sus propios “casquillos”. Si se acepta o no esta invitación, en el libro quedará el resto de los casquillos como evidencia de una conspiración significante.

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Al óxido tradicionalmente solemne del discurso poético, Casquillos opone el valor lúdico como instrumento crítico de la poesía. Invita a una relectura desinhibida de la tradición, un saqueo de ésta, como si el hablante poético -y por extensión, el lector- fueran depredadores dispuestos a comer con las manos (sin modales ni modelos autoritarios) del buffet de la literatura y sus irradiaciones culturales. Esto se logra mediante el uso guiñolesco del hablante poético, el Copista Calisténico, cuya creación tuvo origen en la bitácora Aventis (http://www.aventispr.blogspot.com/). Se trata de un ventrílocuo poético cuya “voz” quisquillosa, jodedora, a un tiempo paródica y autoparódica, desata una cruzada gatillera contra la seriedad y las convenciones artísticas que agravan y almidonan la poesía, la literatura y el quehacer cultural en general. De ahí que lea al Copista Calisténico como un exquisito bufón que hace de la apropiación textual (su dimensión de copista) un juego para regurgitar, como “estudiante” maleducado, un deportivo (y calisténico) itinerario deconstructivo. Casquillos, la cristalización de este gesto, consolida contundentemente un decir poético desalmidonado, desinhibido y gozoso. Así, J.D. Capiello-Ortiz (sin la oprobiosa tachadura en la portada del libro) logra que la poesía como arma o el poema como casquillo, aun en su oquedad, siga haciendo fuego.

Escrito en Fontada

lunes, 19 de enero de 2009

GEORGE CARLIN - GATILLEROS #6 - MISANTROPIA 101 o FREE-FLOATING HOSTILITY

A los amigos que conocen al Copista no les extrañará que la misantropía y el cinismo que le distinguen aparezcan aquí en todas y cada una de sus variadas formas. Por tal razón el susodicho escriba advenedizo les regala, cortesía del gatillero Alberto Martínez Márquez, este videíto que bien pudiera ser, aunque en inglés, epítome de una respuesta al McOndo nuestro de cada día.

miércoles, 7 de enero de 2009

AVENTIS #3 - LAS MANITAS DE JESÚS

El Copista regresa luego de unas largas vacaciones. Por ahora no más casquillos. En cambio les regalo un relato como homenaje a esos pequeños duendesillos que trabajan duro para que nuestro niños puedan lucir en sus ojitos la alegría de recibir un regalo el día de Navidad. (Nota: El Copista ha publicado este relato luego de las fiestas propias de la temporada para no afectar nuestra ya maltrecha economía).



Las manitas de Jesús


There is a woman in Somalia […]
She cries to the heaven above
There is a stone in my heart
She lives a life she didn’t choose
And it hurts like brand-new shoes.
Pearls Song- Sade


Cuando las manitas aparecieron en el barrio Caracoles lo hicieron como todo lo que a él llega. Como por el decreto inapelable de un simple porque sí. Lo hicieron como por obra y gracia de una redondez que parece gobernar el mundo. Porque el mundo es redondo. Porque da vueltas. Porque por virtud de eso mismo lo que hoy parece un punto ajeno y distante mañana pudiera ser la tierra que se quisiera quitar de los zapatos. Quizás por eso llegaron en navidad; por la inevitable sensación de encontrarte frente a una nueva vuelta remotamente ya conocida; ya olvidada. Así de pronto se encuentra uno mirándose a los ojos con la extrañeza de no conocerse, o mejor dicho, con la sorpresa de no haberse reconocido antes. Y así, como por el peso de una ley natural, aquellas navidades para Mateíto fueron el resultado de esa ineludible redondez.

Teíto, como cariñosamente le llamaban, había llegado a Caracoles luego que la abuela decidiera que sería mejor que Mamita y él vivieran con ella pues, según él, Papito tenía muchos nenes y la abuela ya no tenía ninguno. De manera que éstas serían las sextas navidades que pasaban con Margó. Sabía, a sus escasos nueve añitos, que era el hombre de la casa y que trabajar sería necesario.

Los días se acortaban como es común en esa época del año pero en el barrio también se sentía ese aire de celebración que es costumbre de la temporada. Parecía como si el exceso de actividad fuera condición exigida para compensar la escasez de claridad. Margó ya sacaba las luces y los adornos, y Teíto le ayudaba mientras Mamita montaba el árbol artificial bajo el cual habían acomodado los regalos de las últimas cinco navidades. En el barrio los preparativos anunciaban las fiestas. Todo era parte de un proceso que terminaría con la noche del Niñito Jesús. Nochebuena. La ilusión se leía en los rostros, y recordar las navidades anteriores, en la medida que pasaban los días, se volvía conversación obligada en la casa.

Teíto recordaba cómo, sin aún haber salido el sol hacía escasamente un año atrás, se sentaba en torno a aquel adefesio verde de alambres y abría los regalos mientras Margó y Mamita aún dormían. Siempre había obsequios. Así que no había ni la más remota duda de que este año también. Margó hacía historias de cómo el niñito Jesús dejaba regalos a los niños buenos que se arropaban con el cielo. Decía que Él mismo con sus propias manitas, en la noche de navidad, acariciaba las barriguitas de quienes tenían hambre viendo así como sus vientres se hinchaban y no sufrían más. Por momentos esto calmaba las preguntas que Teíto tenía sobre los morenitos que parecían buenos y que tanto veía en televisión. De manera que no habría razón para preocuparse. Aquel milagro de amor se cumpliría como en todas las ocasiones antes y como poco tendría una camisa y pantalón nuevos por lo cual todos sabrían que se había portado bien.

Estas no eran las únicas historias que Margó contaba. También hablaba de cómo eran las fiestas cuando era niña. Ella lo sabía todo. Por ella Teíto sabía de cómo las piezas de ropa que se regalaban en tiempos de la abuela lucían los más nítidos bordados. También escuchaba de cómo los camioncitos, que eran de madera en aquel entonces, fueron cambiando por plástico. Con los años, las manitas de Jesús se hacían diestras y ya no era necesario pintar los juguetes a mano pues parecería que un batallón de angelitos ahora le ayudaba. Igual decía que de todos modos ya no valía la pena bordar. Se podía encontrar casi cualquier cosa sin tener que pagar mucho por ellas.

Margó recordaba con entusiasmo cuando por primera vez vio una escalera que subía sola. Contaba que en vez de subir al siguiente nivel si te detenías sobre ella el segundo piso venía hacia ti. Y que toda una cadena de tiendas enormes como catedrales, pero sin el calor que en estas últimas hace, las tenían por todas partes. De esos enormes templos con escaleras que subían solas era que decía la abuela que el niñito Jesús traía los regalos que ponía en cada casa. Así que, unos cuantos días antes de nochebuena, Mamita y Margó fueron a ver lo que le pedirían para Teíto al Sagrado Niño para el día de navidad.

Ya en las tiendas, verdaderas basílicas del comercio, Margó mostraba algunas piezas a Mamita pensando en lo bien que lucirían en su pequeño crío. De donde escoger no sería problema. “Made in Somalia”, “Made in Kenia”, “Made in Tanzania”. Todo cuanto se quisiera podría ser encontrado sin tener que invertir más que unos poquísimos dólares. Por cierto, la novedad del momento eran unas manitas que, a colmo de lo barato que era todo, venían incluidas con cada compra. O más bien eran el regalo para quienes hacían compras que excedieran cierta cantidad de dinero. Al menos eso contestaban en las tiendas cuando la gente regresaba preguntando por su procedencia. La realidad es que nadie sabía con certeza. De todas maneras no había mucho para gastar. Así que llegar a casa con unas de aquellas, más que un lujo, sería mero capricho.

Claro es que siempre hubo quienes ya de vuelta en casa, de entre los bolsillos y dobleces de las prendas compradas, encontraran varios de aquellos amorenados ramos de cinco deditos. Cosa que no extrañaba a nadie pues gastar en misceláneas se hace práctica de mucho antojo por estos lares. Semanas antes de nochebuena podrías haber visitado hogares en que sólo manitas figuraban como adornos de navidad. Incluso, según el número de niños en cada casa serían los pares que adornarían alguna pared de la sala. Las manitas de Jesús, como les llamaban sin más apremio, habían arropado a Caracoles.

Como era de esperarse, el misterio de un círculo perfecto se cerraba una vez más. El 25 de diciembre unos piecitos descalzos corrían por sexta ocasión, sin aún haber salido el sol, a través del pasillo en dirección de las tintineantes luces que anunciaban la epifanía de las pequeñas manos del Salvador.

Al quitar las cintas y rasgar el papel Teíto sentía como un pellizco de ilusión regresaba a tensarle las mejillas. De dónde venían las cajas o su contenido era lo de menos; cosa de poca importancia. Sabrás, y aunque te cueste lo mismo que a mí entenderlo, el niño Dios seguiría poniendo con sus deditos todos aquellos regalos. De hecho, no hubo casa que no supiera de sus manitas y de aquel batallón de angelitos que hacían al mundo pequeño. Aquellas que lograban que llegaran obsequios desde los confines más remotos de Indonesia, Bangladesh, Burma y Malasia cumpliendo así con la misión para la que habían sido puestas en este mundo.

Aquella mañana Margó y Mamita encontraron a Teíto durmiendo bajo el pino artificial con una sonrisa dibujada en su carita. Vestía sus nuevos regalos mientras descansaba como si en su sueño cientos de angelitos lo cargaran en sus brazos. El barrio Caracoles había sido, una vez más, arropado como por un milagro de amor, por una inmensa ola de obsequios. Eran tiempos difíciles pero al menos Teíto lucía, ya en su profundo sueño, la camisa y el pantalón nuevo que el niñito Jesús le había traído.

Margó no entendía cómo el pequeño Mateo a sus tiernos nueve añitos se levantaba tan temprano. Tampoco pudo entender de dónde habían salido un par de pequeñas manchas en forma de manitas que la camisa nueva de Teíto mostraba en el pecho. No era costumbre de Mateíto salir sin permiso de la casa. Y sus manos estaban tan limpias como cuando lo habían acostado después de haber tomado su baño. Pero lo que nunca Margó ni Mamita hubieran podido entender sería el origen de unas manitas que habían encontrado en los bolsillos del pantaloncito nuevo de Teíto.

Eran como de la más delicada porcelana o más bien como de una cera bien trabajada; como buñuelitos del color y la tersura del más fino caramelo. Mostraban con perfección de detalles todas y cada una de las arruguitas que una madre inspecciona en las manos de su recién nacido tan pronto como lo tiene en sus brazos. Incluso el detalle llegaba a la sensación. Bajo sus uñitas se encontraba esa tierra que las madres más cuidadosas quitarían con un palillo de algodón para no lastimar la ternura de su niño. Como decía antes, nunca… nunca… ni Margó ni Mamita hubieran podido entender de dónde provenía semejante creación. Y digo “hubieran” pues no fue salvo hasta la mañana del 26 cuando Margó, con lágrimas en los ojos, llamaba con desesperación a Mamita para que junto a ella, de pie en medio de la pequeña sala, como guiada por una honda sospecha, vieran en televisión… una vez más… aquellos morenitos que parecían buenos y que se arropaban con el cielo.

Esta vez los arropaba el mar.*


*A las manitas de Indonesia, Tailandia, Sri Lanka, India, Bangladesh, Burma, Malasia, Islas Maldivas, Somalia, Kenia, Tanzania y las Islas Seychelles muertas el 26 de diciembre de 2004. Ahora el mundo sabe que existían.